¿Por qué ENEMIGOS DE ESPARTA?
Cause
love is like the right dress on the wrong girl: you never know what you're gonna find.
Aerosmith
Cuando crío, gané un concurso de dibujo. No recuerdo ni qué dibujé ni
adónde lo mandé, pero sí cómo un tipo trajeado y lenguaraz se presentaba en casa con la buena nueva y,
de paso que me entregaba el premio —alguna plaquica chuchurría—, colocaba a mis
padres una enciclopedia, Maravillas del
saber. Vamos, que lo del concurso de dibujo era el trile que los vendemotos
usaban en aquella época. Más tarde, a lo largo de mi vida nómada, encontré la misma
enciclopedia en un montón de vitrinas, ahí plantada con sus lomos rojos, ordenaditos
los doce tomos. Supongo que el talento artístico de la chavalería española
estaba casi tan extendido como la ingenuidad de sus orgullosos progenitores.
Frustradas mis aspiraciones pictóricas, o casi, me dedicaba en horas
muertas a hojear la enciclopedia de marras. Así me enteré de la existencia de
Epaminondas, un griego que en la antigüedad había revolucionado el arte de la
guerra. Algo así decían las Maravillas
del saber. A mí, por aquel entonces, me atraía mucho
la Grecia Clásica. De hecho, Grecia y Roma eran mis temas favoritos —y lo seguirían siendo durante bastante tiempo—, y la cosa
se venía bastante abajo, fíjate tú, cuando llegaba la Edad Media. Quién me lo
iba a decir. Así me enteré de más cosas sobre Epaminondas y su época. Leí sobre
Pelópidas, la hegemonía espartana, la rebelión de Tebas, el Batallón Sagrado… Resultaba
curioso lo de la unidad militar de amantes. Casi más que las innovaciones
tácticas, la falange oblicua, la aproximación indirecta y todo eso.
Hace unos cuantos años, un amigo filoheleno me dijo que quería escribir
una novela histórica. Como para él sería la primera, me pidió ayuda. De inmediato
le propuse el contexto concreto. Nadie, que yo supiera entonces, se había
fijado en Epaminondas y compañía para una ficción histórica. Sí: mucha guerra
con los persas, mucha trifulca entre atenienses y espartanos y mucho Alejandro
Magno. ¿Y qué pasaba con Pelópidas y el Batallón Sagrado? Recuerdo que incluso
empecé a curiosear y a proponer documentación base a mi amigo. Al final su
proyecto quedó en nada, pero la semilla estaba sembrada. Se lo advertí: «Hay
que escribir esa novela. Si no lo haces tú, lo hará otro. Y hay muchas
papeletas de que ese otro sea yo».
La idea bullía. Además, casaba muy bien con ciertas reflexiones que
rebotaban entre las paredes de mi cráneo. Cosas relacionadas con la naturaleza
del amor —de todo tipo de amor— y con la génesis de la democracia. Por si fuera poco, la moda
espartana asomaba por aquí y por allá. Qué machos son los espartanos, cómo molan los hoplitas, qué
valiente Leónidas, esta noche cenaremos en el infierno.
Cuando acabé El ejército de Dios
y me disponía a empezar con Las cadenas
del destino, me di cuenta de que estaba saturado. Llevaba casi diez años metido en ensaladas medievales, saltando entre los siglos XII, XIII y XIV.
Necesitaba cambiar. Así que, con la bendición de mi amigo filoheleno, hice lo
que en ese momento me apetecía, que era regresar al espíritu dramático de Venganza de sangre. Escribir una novela
llena de aventuras y con un protagonista que se hiciera las mismas preguntas
que yo. Que padeciera semejantes dudas, parecidos miedos. Que me llevara
además por ese momento tan poco explorado y, a la vez, tan crucial. Quería
conocer al tal Epaminondas, y a Pelópidas, a Górgidas, a Agesilao. Quería ver
una representación de Andrómaca en el teatro, asistir a una sesión en la
Academia de Platón, navegar con el ateniense Cabrias rumbo a Naxos, conocer a Filipo
de Macedonia cuando era chaval, pasear por la patria de Píndaro, saber cómo
vivían las griegas en el siglo IV a. C. Enfrentarme a esos tíos fanfarrones de
las lambdas en los escudos, y ver qué pinta real tenían las 150 parejas de
hoplitas amantes. Poner a unos frente a otros, cantar el peán y cambiar el
destino.
Ahí quedan ahora las
libretas, las hojas sueltas, los esquemas de trama, los diagramas de batalla, el
historial de Epic Score para escuchar de fondo, los planos garabateados de
Atenas, Tebas y Esparta; las versiones pasadas a los amigos que, con gran
generosidad, leyeron los sucesivos borradores. Mi agradecimiento queda escrito
en los ejemplares —muchos, espero— que en un mes recorrerán las librerías, pero
no está de más nombrarlos aquí. Que otra cosa no seré, pero bien nacido sí: gracias
a aquellos por cuyas manos ha pasado Enemigos de Esparta en uno u otro momento
del proceso —incluso cuando no se titulaba así—. Gracias por su tiempo, gracias
por su sagacidad y, sobre todo, gracias por sus consejos a Anabel Martínez, Ian
Khachan, Josep Wanax Asensi, Antonio Penadés,
Lucía Luengo y Alejandro Noguera. Gracias también a Toni Gandi Lledó, cuya inquietud griega me sugirió la idea. Y gracias,
por supuesto, a Yaiza Roa, responsable del casting y otros menesteres.
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