Apéndices en Novela Histórica




 Hace unos meses coincidí con Sergio Mars, autor valenciano de novela fantástica, en un evento literario. Una vez terminado lo formal del sarao y durante una corta charla en la calle, Sergio me reconoció lo positivo de que añadiera bibliografía en mis novelas. Como él viene del ámbito académico —me vino a decir—, es una costumbre que valora. 



  Es que añado apéndices a mis novelas. Lo hago desde mi tercera obra, Venganza de sangre. Un poco por inercia, porque los autores que yo leía en esa época los incluían y, donde fueres… Para mí los apéndices eran parte de la obra, como la portada o los mapas de las guardas. En Novela Histórica, además, no es raro verlos de otro tipo, desde planos de ciudades hasta árboles genealógicos, pasando por diagramas de batallas, ilustraciones de equipos militares o elementos arquitectónicos concretos, galerías de personajes… No había reparado en ello, pero puede que esos anexos sean una especie de costura entre ficción y realidad. En las novelas de la Trilogía Almohade usé introducciones en las que me dirigía al lector de tú a tú antes de (intentar) sumergirlo en la esfera diegética. En esas novelas también hay añadidos para informar del origen «real» de los fragmentos literarios que salpican las páginas: trovas, versículos, suras, fragmentos de poemas épicos y de versos andalusíes… Tras el punto y final del texto narrativo suelo añadir un apéndice histórico que siempre titulo Lo que fue y lo que no fue, y que es una concesión a los que se asoman a la Novela Histórica con la resbaladiza esperanza de aprender historia. Lo que fue y lo que no fue no es nunca una herramienta divulgativa, sino un intento de que el lector despistado no se engañe por error. Porque ya lo he dicho unas cuantas veces: es un error asomarse a una novela histórica esperando aprender historia. En fin, también especifico el origen de los muchos epígrafes que encabezan mis secciones o capítulos (citas, poemas o canciones, por lo general), y añado agradecimientos a personas que han revisado cada borrador, o que me han facilitado el acceso a fuentes que necesitaba. Cuando me metí en ensaladas medievales solía incluir en los agradecimientos a los grupos recreacionistas (o recreadores, como quieren llamarse ahora), que me aportaron una visión diferente de la que se consigue con la simple lectura de una crónica o de un artículo sobre la panoplia guerrera del siglo XIII. O, cuando era más habitual recorrer archivos y bibliotecas en busca de obras sin digitalizar, tenía algún detalle para los que me habían echado una mano. 


  A veces he incluido glosarios. Es otro tema que me trae de cabeza últimamente, porque una de mis obsesiones es no expulsar de la acción al lector, sino deslizarle la información necesaria para que, cuando vea un palabro raro, deduzca su significado por el contexto. Es cuestión de no quebrar la suspensión del juicio. Así pues, ¿para qué un glosario? ¿Vas a interrumpir la lectura para irte al final, buscar el término y asimilarlo antes de seguir leyendo? Es algo parecido a otra malísima costumbre que, por fortuna, se ve poco en novela: la de los pies de página. En la primera edición de Venganza de sangre cometí el mortal pecado de meterlos. ¡Pies de página! Bueno, era época de experimentación, y lo solventé cuando Ediciones B se hizo cargo de la obra. Pero a lo que iba: entre los apéndices suelo incluir esa lista bibliográfica que le había gustado a Sergio. Una lista de base con libros, tesis, artículos académicos...



Pérez-Reverte, Negrete y Posteguillo son algunos de los autores que han añadido bibliografía a sus novelas


  Paradójicamente, aquella conversación con Sergio me puso algo de manifiesto: después de cinco extensas obras históricas con apéndices bibliográficos, solo una persona me había informado de que sí: se había dado cuenta de que estaban ahí. Eso me obliga a dudar de la idoneidad de la bibliografía. Es un trabajo extra y añade páginas a la novela. Y a primera vista parece un síntoma de esa larga enfermedad que padece el género: la exigencia de rigor histórico. De todas formas he leído y reflexionado sobre el tema, como era menester. He sopesado pros y contras. Conste que dejo aparte las referencias de tipo legal, cuando se reproduce un fragmento aparecido en otra obra, sea ficción o no. Algunas de mis impresiones: 

  Por un lado está la tradición. Es costumbre inveterada añadir agradecimientos. Si yo agradezco a un recreador que me haya enseñado lo que pesa una espada de mano y media, ¿por qué no voy a tener el detalle de citar al tipo que elaboró un texto sobre el uso del arco compuesto entre las tribus turcomanas? Aunque el tipo en cuestión no pensara específicamente en mí cuando redactó su trabajo, seguro que le gustaría saber que alguien lo aprovecha. Y aunque no lo sepa. Es de bien nacidos… 

 Luego está la libertad. En el ámbito académico existe la obligación ética (e incluso legal) de citar las fuentes, y además no de cualquier manera. Fuera del deber, precisar tus referencias es una amable manera de informar a terceros: «Mira, de aquí saqué esta información que me vino tan bien. Y como no soy mezquino, te aviso: igualmente puede valerte a ti». En el ámbito literario, sin embargo, no hay obligación, ni en un sentido ni en otro. Nadie puede obligarme a citar bibliografía, y nadie puede obligarme a no citarla. Quien afirme que una novela (histórica o no) debe o no debe incluir algo (como bibliografía), o se invente cualquier otro canon para atar en corto a un autor, o bien no sabe lo que es una novela, o bien debería reservar sus fantasías de dominación para la intimidad. 

  Pues hablando de memeces, es posible que la bibliografía en una novela responda a otro tipo de vanidad: la del autor. Pocas más gordas. «Fijaos en todo lo que he tenido que documentarme para escribir este libro». A veces incluso llaman a eso «investigar». Aquí tengo sentimientos encontrados, porque es cierto que una buena documentación exige entrega, así que ¿por qué no alardear un poquito? De otro lado, el verdadero esfuerzo es el creativo. Consultar documentos ajenos viene a ser tarea que requiere otro tipo de entrega. No es que la desprecie: solo la distingo. Fue Heráclito el puñetero, ¿no?: «Mucha erudición, arte de plagiarios». Además, podría entenderse que un autor de novela negra nos cuente cómo se infiltró en una organización delictiva para investigar sobre el tráfico de armas y luego escribir su novela en la que destapa las cloacas del sistema. Podríamos incluso creernos todo ese cacareo, venga. Pero ¿de verdad necesito saber que sacaste de la biblioteca la obra completa de Huizinga para documentarte sobre la sociedad medieval? 

  Se me ocurre que también podría tratarse de un mecanismo preventivo de defensa. Un disfraz de autoridad para tirar de argumentos ad verecundiam cuando lleguen las presentaciones y entrevistas, ese largo periodo en el que todo dios se olvida de que lo que has escrito es una novela, y te llueven las preguntas sobre el periodo histórico, sobre lo asqueroso que estaba el caldo negro espartano, sobre la causa de que el rey de León no se apuntara a las Navas de Tolosa… Así puedes pasar por un sesudo conocedor de la historia en lugar de por un consumado mentiroso, definición alternativa de novelista: «Con todo lo que yo me he documentado (y aquí tienes la bibliografía para comprobarlo) no dudarás de que controlo el tema, ¿eh? Ponencias en la Facultad de Historia podría dar y todo». 

  Se me ocurre una justificación que no cuestionaría. Se trata de esas «novelas» históricas realmente rigurosas, las que no contradicen la realidad historiográfica y, a veces, ni se acercan a esa fruslería que es la libertad creativa (salvando cuatro «licencias», como las llaman los que saben, y alguna que otra cana al aire al rellenar una laguna). Bueno, yo a eso lo considero más ensayo o biografía novelada. Pero independientemente de la etiqueta, y dado lo muy cerca del puro ensayo que está la modalidad, ¿por qué no habría de contener bibliografía? Asumamos que en esa variante o subgénero, que goza de no pocos lectores, se valora más al autor que sabe que al que crea. 

  Y por eso mismo, pero al revés: cuando se escribe una novela de verdad, una ficción con todas las letras, ¿para qué se necesitan anclajes explícitos a la realidad inmediata? Yo entiendo que un universo ficticio puede estar construido sobre un modelo «real», y que eso ayuda a la imprescindible verosimilitud. Pero la solidez de dicho universo no ha de depender de las pruebas que confirmen el modelo. Es más: si preferimos lo imposible verosímil a lo posible inverosímil, ¿en qué columnas debemos apoyar nuestro edificio de verosimilitud? ¿En la capacidad creativa o en la facilidad para acumular datos? 

 Como casi siempre, no hay una respuesta clara. Y teniendo en cuenta mi modo de concebir el proceso creativo, puede que no incluya bibliografía en mi próxima novela. Y también puede que la vuelva a incluir en la siguiente. En todo caso, haré lo de siempre: lo que me dé la gana. 

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