Acerca de Santiago Posteguillo y Yo, Julia


«Nuestra imaginación tiene una gran autoridad sobre nuestras ideas; y no hay ideas que, siendo diferentes entre sí, ella no pueda separar, y juntar, y componer en todas las variedades de la ficción».

David Hume,
Compendio de un tratado de la naturaleza humana



Conocí a Santiago Posteguillo en la primavera de 2009. Él ya era un autor que emergía con potencia, aunque todavía no le llovían los premios ni los reconocimientos internacionales, y estaba aún muy lejos de entrar siquiera en las quinielas del Planeta. Yo había publicado un par de novelillas y pensaba, como otros aficionados a juntaletras, que sabía más de lo que ignoraba. Durante tres meses asistí a sus clases de escritura creativa en Valencia y, aparte de percibir que en realidad mi ignorancia excedía en mucho a mis conocimientos, me di cuenta de que para aquel hombre sencillo, de hablar cordial y extensa erudición, la literatura era tanto un amor como una necesidad. Un tesoro que alguien le había legado a través de los milenios y que defendería hasta las últimas consecuencias. Resultaba fácil imaginárselo como uno de sus personajes. Puesto en pie ante el Senado, grave el gesto, toga recogida en el brazo izquierdo: «Patres conscripti!». Porque ese era —es— otro de sus grandes amores; otra de sus grandes pasiones: Roma.
Leer sus obras es, en verdad, recobrar el pasado para asentar el futuro. Un complemento ideal para aquellas sesiones semanales en el palacio de Malferit. Y es que hay en Posteguillo algo de esos legionarios que recrea en sus novelas. Hombres empeñados en batirse contra la barbarie, espada en mano, en la boca el nombre de Roma. ¿Existe misión más épica que luchar contra la incultura que nos oprime? No, seguro. Ni más épica ni más noble. No en vano hay también en Posteguillo algo de patricio. De aristócrata de las letras que se sabe heredero de la filosofía, del derecho, de la poesía que nos convirtió en quienes somos, aunque lo hayamos olvidado. Se dice que, tras la batalla, los legionarios que se habían destacado de forma extraordinaria recibían coronas al valor. Pocas coronas tiene Posteguillo, patres conscripti. Pocas por todo lo que ha hecho, lo que hace, para que nuestra Roma sea de nuevo Victoriosa.
Es una sensación que no ha de escapar a los cientos de miles que leen sus libros a ambos lados del Atlántico. Porque las letras españolas, las letras valencianas, tienen un inmejorable embajador en él. Reto a quien se atreva a que me mejore este mérito. A que me presente a un valenciano que hoy, en la era de Internet, arrastre a más lectores desde la comodidad de sus sillones en México, en Colombia, en Chile o en España, hacia el amor por la historia y la literatura.
Y hablando de océanos y nuevos mundos: que no se diga que Posteguillo se queda en nuestra Roma. Enamorado (también) de la literatura inglesa, lo he visto citar a Coleridge para ponderar a sus alumnos. Y, con el derecho que me da haber sido uno de ellos, le respondo: gracias, maestro, en nombre de todos esos cuya sed apagaste. ¿No era así como lo rimaba el viejo marino? Water, water everywhere / nor any drop to drink. Afortunados de nosotros, los que te tuvimos como maestro, porque flotábamos a la deriva entre novelas históricas que no saciaban nuestra sed. Y He aquí que, de repente, emerge desde la bruma la nave dispuesta a dignificar ese género denostado y parasitado como ningún otro. Al timón va Posteguillo, heredero de sagas islandesas y de romanticismos decimonónicos, habitante de Tierras Medias, conductor de ejércitos a través de los Alpes y del desierto sirio, gladiador y dramaturgo, navega a todo trapo, Asia a un lado, al otro Europa. Como un pionero destinado a descubrir un nuevo estadio para la narrativa histórica. Acaso sea como uno de esos cónsules republicanos dispuestos a llevar Roma por encima de toda frontera, o como un emperador que empujara el limes hasta el Danubio y más allá. Eso es, sí: Posteguillo nos civiliza, nos conquista con sus novelas. No solo nos recuerda quiénes somos y lo mucho que nos queda por aprender; además nos dota de la herramienta esencial para conseguirlo: la literatura[1].




Ahora llega el premio Planeta con Yo, Julia. Ojo, porque el asunto tiene enjundia. Léase despacio y con énfasis en las mayúsculas: POSTEGUILLO gana el PLANETA con una NOVELA HISTÓRICA. Tres Miuras, tres, con los que me dispongo a redondear la faena. Que no es reseña, por cierto. Yo no hago reseñas. Yo escribo, y a veces también leo. Y cuando leo novelas, unas las disfruto y otras no. Eso no tiene nada que ver con que a otros les gusten o disgusten las mismas que a mí. Allá cada cual.
Lo confieso: me impuse leer Yo, Julia solo tras una razonablemente exitosa liberación de prejuicios. En casos como este, con un autor no solo conocido por mí, sino por millones de lectores, no es poca cosa evitar la predisposición. Y eso que lo más fácil fue ignorar el aprecio que le tengo. Más difícil resulta soslayar las connotaciones del premio Planeta en los últimos años. A propósito de eso: se trata de una novela histórica, modalidad que carga con las alforjas más pesadas del mercado, tanto por los estereotipos que se multiplican sobre ella como por la gran cantidad de autores que se apuntan a la moda del género más vendido. Vale: no es la primera vez que una novela histórica se lleva el Planeta, pero seguro que el premio nunca le había venido tan bien al género como ahora. Un nuevo mérito para el cursus honorum de Posteguillo.
¿Novela Histórica? De entrada, cuidado. Advierto: que yo haya escrito alguna novelilla histórica no me vuelve más clemente con el género. De hecho es al revés. ¿Por qué? Pues porque la Novela Histórica obra la maravilla de interesar por su pasado a muchos lectores, y eso ha determinado una tendencia historicista que, a mi modo de ver, no le ha hecho bien al género. Y no es menos cierto que algún que otro crítico de pacotilla, armado con una guadaña de ego insatisfecho, encuentra en este terreno su presunta mala hierba. Algo a lo que meter tajos con los dientes apretados para desahogarse de sus frustraciones personales. O, simplemente, una excusa para ser el más malote de su barrio[2]. Así, la Novela Histórica está tan asediada como Bizancio por las tropas de Severo. Y uno no escribe a gusto cuando le están machacando la muralla a bolañazos o pierde sueño para no le monten un asalto nocturno.
¿Cuál es el remedio? ¿Qué theriaca nos prepara Galeno para prevenir los daños de ese veneno? La libertad. Eso es.
Existe algo difícil de asumir, lo he comprobado, por quienes carecen de vis narrativa: la humana e ineluctable necesidad de que prevalezca la libertad creativa. El arte no es un traje hecho a medida del juntaletras Fulanito ni del escupecríticas Menganito. ¿Reglas en Novela Histórica? Nunca, salvo las que cada autor asuma o se invente, y solo para su propia obra. Esto es importante, consérvese en la memoria para evitar malentendidos: no existen cánones en Novela Histórica porque no hay autoridad legitimada para imponerlos. No contamos con un consejo de ancianos, ni con un órgano colegiado multidisciplinar. Ni siquiera los grandes autores, desde su individualidad, han sido capaces de registrar un sistema de obligaciones y sanciones.
Pues eso: cuando alguien os quiera explicar qué normas rigen el género, echad unas risas y pasad a otra cosa. Que el autor puede ser didáctico o no, rellenar lagunas o valerse cien por cien de la ficción, ser riguroso históricamente hasta el extremo o inventarse un nuevo estilo, priorizar el entretenimiento o buscar la reflexión. O sea, creo que las novelas han de juzgarse de forma subjetiva y de acuerdo con las impresiones que causan: cada lector es juez; y su sentencia, tan válida como la de cualquier otro juez. ¿Persuadir de una lectura? O mucho peor: ¿disuadir de ella? Ya me libraré yo de suponer gustos ajenos sobre la base de mis propios gustos. Lo que escribo aquí son mis impresiones, y no espero que coincidan en lo más mínimo con las impresiones de cualquier otro lector, que habrá formado su capacidad crítica y su sensibilidad al arte a lo largo de una vida que no es la mía, y que por tanto no coincide en experiencias, imaginación, sueños, expectativas, gustos, amores y fobias. De hecho, creo que es más fácil hallar semejanzas entre autores que entre lectores. Evidentemente, no es el caso de Posteguillo. Posteguillo es libre porque solo se obedece a sí mismo. En otras palabras, hace lo que quiere. Lo hace porque puede, sí, pero también puede porque quiere. Así que, si alguien pretende seguir sus pasos, empiece por actuar de acuerdo consigo mismo, no por agradar a las tropas de parásitos que revolotean sobre la Novela Histórica. Y si otro alguien pretende derribar a nuestro héroe de su merecido pedestal, hágase leer por cientos de miles de lectores y rellene su vitrina de premios. Después hablamos.
Más mérito para el cursus honorum: resulta que Posteguillo es un valenciano que escribe en castellano. Poco más o menos equivalente a ser siria y llegar a emperatriz de Roma. Figurar como uno de los autores españoles más leídos no ha sido óbice para que algún que otro responsable cultural de la Terreta haya denostado la facilidad posteguilliana en la acumulación de lectores y premios[3]. Esto es algo que concierne a la cara fea de lo valenciano, a cómo los sectores oficiales de la cultura prefieren ignorar o despreciar a quienes, como Posteguillo, escriben en una de las lenguas más extendidas del planeta. No en vano, hace muy poco que Blasco Ibáñez recibió el reconocimiento oficial de la cultura valenciana, y solo tras haberse traducido su obra —lo cual me parece genial— y previa aclaración por uno de los voceros del oficialismo de que don Vicente, a pesar de ese defectillo de escribir en una lengua ajena, pensaba en valenciano —con dos cojones y un tambor—. En fin, Supongo que unos y otros, los autoproclamados críticos especialistas en Novela Histórica y los prebostes autonómicos de la cultura subvencionada, valorarían más a Posteguillo si escribiera obras cuyos lectores no pasaran de doce o catorce. Pero no es así, se siente. Uno puede emplear medio día en escribir una filípica profusa y razonada, o invertir dos millones de euros en planes de fomento de la lectura con discriminación positiva: el resultado es siempre vano para la literatura, porque de donde no hay no se puede sacar. Pero Posteguillo chasca los dedos y crea cien lectores. Así que, ¿qué os diré en cuanto a estos cagamandurrias displicentes, adulterados por el estudio o por la afiliación política? Pues que, como nos señaló Zbigniew Herbert, la basura siempre flota en dirección de la corriente; dejemos mientras tanto que Posteguillo nade río arriba, forma única de llegar a la fuente.
Malevolencias y vanidades aparte, es indudable que Posteguillo ha acertado al crear sus propias reglas, las que le valen solo a él y lo convierten en un novelista libre. En parte las mismas que ha usado en Yo, Julia, diría yo. Aunque puedo equivocarme, claro. Si acaso, algunos de los cambios llamativos respecto de las anteriores novelas son, aparte del protagonismo femenino, la inclusión de una heroína ya forjada y la extensión del texto —objetivamente largo, pero corto si lo comparamos con los previos, sobre todo porque estos forman parte de trilogías—. Aunque se trata de detalles técnicos; lo mismo podrían variar el enfoque narrativo o la cantidad de secundarios. He disfrutado mucho con Yo, Julia. Como siempre con Posteguillo, me he enganchado a la trama y se han despertado mis inquietudes. No solo como lector: Posteguillo me abre el apetito de escribir, pone en funcionamiento la rueda, prende la mecha. Lo conseguía hace diez años y lo sigue consiguiendo ahora. Da tanta envidia Posteguillo que a uno le gustaría que no fuera ese tipo generoso y comunicador. Pero lo es, y por eso me alegra tanto que reciba premios, que venda a carretadas, que lo lean a legiones, que lo adoren sus incondicionales y que lo pongan a caldo los bárbaros.
En fin: es evidente que sus novelas históricas funcionan, que despiertan el interés de los lectores. ¿Son susceptibles de análisis esas reglas posteguillianas? ¿Hay una técnica reconocible que lo impulsa hacia el triunfo global? ¿Cómo ha logrado alzar hasta altas cotas la novela histórica? Sus virtudes habrá que buscarlas en la elección de sus personajes, tal vez. Escipión, Aníbal, Trajano o Julia son protagonistas tan poderosos, con tanto que ofrecer, que probablemente resida ahí uno de los secretos. ¿Y la forma de narrar? Posteguillo ha sabido adaptar la letra escrita al ritmo que nos impone nuestra inevitable percepción cinematográfica. Sus novelas son extensas, y parece que esto gusta a los lectores, pues nos prometemos muchas horas de gozo. El estilo posteguilliano a la hora de describir las batallas es otro de sus puntos fuertes.
Aunque puede que haya algo más. Ese algo que impide concluir el análisis, que determina que no exista un método infalible. Un todo bello que, como indicaba el mismo Coleridge citado por Posteguillo, es síntesis y armonía, resultado del ordenamiento creativo de la imaginación. Resultado de la libertad.


Sebastián Roa. Marzo de 2019





[1] Las líneas anteriores son síntesis de un artículo de mi autoría, encargado para conmemorar la inclusión de Posteguillo entre los galardonados en los XXV Premios Turia, en Valencia, en 2016.

[2] Verbigracia, los rebuznos radiofónicos de un tal Juan Adriansens, sea quien sea ese tipo: https://bit.ly/2tMgMYO.

[3] Santiago Posteguillo recibió el Premio de las Letras de la Generalitat Valenciana en 2010 (https://bit.ly/2GR9HPk), lo que ocasionó que una librera y política del PSPV, por aquel entonces directora de la Fira del Llibre de Valencia, hablara de «genocidio cultural» en lo relativo a la lengua y la cultura «propias» (https://bit.ly/2GSyB12). Eso no fue obstáculo para que esa misma librera, poco después, hiciera una suculenta caja en su estand de la feria vendiendo novelas de Posteguillo —entre muchas otras escritas en castellano—.

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