ANTIDISTURBIOS, LA SERIE. YO TAMBIÉN TENGO ALGO QUE DECIR


Antidisturbios me ha mantenido pegado al sofá, atento a cada secuencia, dientes apretados a ratos, con una notoria taquicardia en determinadas escenas. Antes de entrar en harina diré que, para mí, una ficción que consigue eso es buena. Podemos buscar la causa en la trama, en el trabajo de los actores, en la realización, en el tema… Creo que hay una mezcla de todo.

No veo muchas series. No tengo tiempo, así que selecciono bastante. En el caso de las ficciones policiacas o negras, las posibilidades de que escoja una son muy bajas. No me suelen gustar y, sobre todo, no me las suelo creer. Ojo con esta palabra: «creer». Porque de lo que estoy hablando desde el principio es de ficción, y esa palabra, «ficción», también es crucial. «Verosimilitud» y «realidad» son otros dos términos a tener en cuenta.

¿Y por qué he visto Antidisturbios? Bueno, pues por la polémica. A ver: sentía cierto morbo devenido de mi experiencia personal, por lo que habría acabado viéndola igualmente. Pero la marimorena tras su estreno adelantó el momento y añadió un plus al visionado. He presenciado casos de críticas presuntamente profundas a otras ficciones. Críticas que, como en este caso, dejaban de lado elementos esenciales. Adelanto: no me gusta poner peros a las obras ajenas, porque sé lo que se invierte en tiempo e ilusión y porque respeto el esfuerzo artístico. Es más: que alguien se dedique específicamente a destripar obras no me impresiona mucho, salvo que el destripador goce a su vez de talento creativo, cosa infrecuente. Por lo tanto, en ficción, procuro formarme mis propias ideas y, salvo en ocasiones como la presente, guardarlas para mí. Cada persona es un mundo en esto. El juicio acerca de una obra se forma dependiendo de expectativas, deseos, fobias, filias, la comparación con otras ficciones parecidas, la tendencia a aplicar baremos impropios y, en suma, los prejuicios. En cualquier caso, el criterio exige asomarse al tema sin intermediarios. Leer la novela, ver la peli. O la serie. Y allá he ido, a pecho descubierto además. Quiero decir que me enteré de la pelotera a grandes rasgos, pero no quise profundizar en ella para evitar condicionamientos. Como mucho, vi que algunos sindicatos policiales se rasgaban las vestiduras por la imagen que la serie daba de los miembros de las UIPs. También vi a mucho despistado contento porque, al parecer, dicha imagen negativa aportaba solidez a sus cimientos ideológicos, confirmaba sus sospechas paranoides o vaya usted a saber. Yo todo esto lo he apartado para plantarme frente a la pantalla like a virgin, touched for the very first time. 


DE QUÉ VA

Antidisturbios se sitúa en Madrid y es un thriller de acción, una ficción de las que podemos llamar policiacas, aunque también tiene mucho de género negro. 

En principio parece que la serie iba a centrarse en las vivencias de un equipo de la UIP, como indica este titular de Vertele en mayo de 2019: «Rodrigo Sorogoyen salta a Movistar+ para dirigir una serie original sobre policías antidisturbios»[i]. Y es cierto que las vivencias de los policías no solo están presentes durante los seis capítulos, sino que el guion se las arregla para relacionarlas muy hábilmente con la trama vertebral, la que auténticamente conduce la ficción: la investigación de un oscuro montaje judicial e inmobiliario que implica a varios altos cargos, y en el que el equipo Puma-93 (I Unidad de Intervención Policial) se ve enredado por la fatalidad durante un desahucio. Según este esquema, la verdadera protagonista es una inspectora de Asuntos Internos, Laia Urquijo. Laia empieza investigando la actuación de los uiperos en esa intervención que se tuerce, pero acaba por descubrir que la cosa va mucho más lejos y que los pumas son poco menos que títeres contingentes. El tema, pues, toca la corrupción. Corrupción de varios tipos, incluida la policial. 

Aparte de esta descripción muy genérica, la serie se apoya en referencias a personas y hechos reales; es decir, personajes basados en sujetos auténticos y situaciones casi calcadas de otras que tuvieron lugar en la España reciente. Por ejemplo, la muerte en extrañas circunstancias de un senegalés nos conecta con la de Mmame Mbage, sucedida en marzo de 2018 en Lavapiés. Mmame era un mantero que falleció a resultas de un paro cardíaco cuando, alertado por un aguador de que pintaban bastos, corría con su manta a cuestas. El asunto fue manipulado políticamente por algunos sectores, lo que condujo al consiguiente clima de crispación y a una extensión de la violencia[ii]. De hecho, una logradísima escena en el segundo episodio está sacada de otra real en la plaza Nelson Mandela, durante una concentración de subsaharianos en la que las sillas de una terraza llovieron sobre un contingente policial desplegado en la desembocadura de la calle Bestreros. Otra referencia muy curiosa y conseguida es la del ex comisario Revilla, rufián de perilla canosa, gafas y gorra plana que, sacado de años oscuros, sigue ejerciendo de experto en triquiñuelas mafiosas. 

Así, la serie mezcla una típica trama de enigma —con las habituales pistas falsas y las anagnórisis de rigor— con constantes alusiones a la realidad inmediata, haciendo que el foco narrativo salte de la protagonista, Laia, a los seis miembros del Puma-93 —cada uno con sus problemas personales influyendo en el inminente paquete por la muerte del senegalés—.


PERSONAJES

Si de algo no puede dudarse es de la espectacular interpretación de todos. Tanto es así que incluso en las lamentaciones posteriores al estreno, las que se quejaban de que la serie presentase una mala imagen de la policía, se reconocía el buen trabajo de los actores. O sea, cada uno representa un papel necesario para tirar de la trama, y la labor es impecable: desde la cazadora implacable que es Vicky Luengo (Laia), cuando va a saco a por el Puma-93, hasta el cani descontrolado que es Patrick Criado (Murillo). Ahí queda la flojera psicológica de Roberto Álamo (Úbeda); las reojadas de veterano, de vérselas venir, de Hovik Keuchkerian (Osorio); la fijación enfermiza del acosador Raúl Prieto (Bermejo) o la mirada tensa y fatalista de Raúl Arévalo (López). Y como estos, todos los demás. 

Es más que probable que la polémica, por cierto, haya venido de aquí. El entramado corrupto, en realidad, lo mueven secundarios, algunos más presentes que otros, pero los personajes principales son o bien la investigadora, o bien quienes acaban convirtiéndose en víctimas colaterales de la corrupción. Sin embargo, las caracterizaciones de los miembros del Puma-93 son omnipresentes, y aquí hay para dar y regalar. Tenemos a un guaperas farlopero, cicladete de extrarradio con sus cejas depiladas, sus tatuajes, sus selfies marcando six pack y su consorte choni. Tenemos a un porrero que parece arrancado a hostias de su primera comunión, que entra al trapo en cuanto huele el cambio de tercio y al que le chorrea el líquido neuronal desde la comisura. Tenemos a un rebotado de la pringue por acoso sexual, maltratador y ambiguo, que también se lo mete por la nariz y que llega nuevo al equipo, por lo que no se sabe si va a pasar por el aro o no. Tenemos al jefe de equipo con más tiros pegaos que la Legión, quemado físicamente pero que no sabe hacer otra cosa que mover a su gente para aguantar carros y carretas, con los típicos problemas familiares y la frustración por una carrera profesional mediocre. Tenemos a otro veterano, este más torpe y conformista, al que la UIP ha despellejado la moral hasta dejarla en carne viva, y que hace pagar a la parienta la angustia que le genera su anodina y a la vez tensa existencia. Y tenemos al más noble, el espartano, el que cumple como el que más porque es a lo que obliga el credo, pero la procesión va por dentro. Todos ellos comparten la querencia por el alcohol, la inclinación a la violencia y el espíritu gregario que lleva a la borreguez grupal. 

Atención: estos son los roles de los personajes principales. Los que los seis actores —más la actriz en el caso de Vicky— interpretan magistralmente. Roles que son necesarios para construir la totalidad dramática, imprescindibles para dotar de conflicto al hilo principal y a las situaciones accesorias. Si los seis miembros del Puma-93 se hubieran encarnado en la ficción como unos tíos intachables, limpios, heroicos y santificables, la serie sería una mierda. Y esto debe quedar bien claro. El conflicto es la base de la literatura, como lo es de la ficción audiovisual, y hay poco conflicto en una colmena o en un monasterio cisterciense. La escritora Simone de Beauvoir sentó la clave: «Las personas felices no tienen historia». 


EL SISTEMA CORRUPTO, LA FICCIÓN CORRUPTA

Aunque se retrasa su aparición y se dosifican sus manifestaciones —otro acierto de los realizadores—, la corrupción es el agujero negro. No lo es la violencia uipera, ni la injusticia que sufren los desheredados, ni los miles de pulgas que siempre van a chuparle la sangre al perro flaco. Aunque todo esto y más, como he dicho, se sabe relacionar en la serie con los prebostes de esa mafia bien rentable y bien infiltrada. 

La corrupción es lugar común en los thrillers de este tipo, por cierto. En concreto es recurrente la corrupción policial. Normal, porque el presupuesto dramático vale su peso en oro: ¿quién vigila al vigilante? Pasa desde hace décadas en ficción, ¿y no iba a ocurrir ahora, cuando los superhéroes se vuelven matones y reina la relatividad moral? Vivimos en la época de Watchmen y de The boys, vemos series en cuyo primer capítulo un pavo lanza a un crío por una ventana y lo deja inválido, y cuatro temporadas después ese mismo pavo es el héroe con el que empatizamos. Así que resulta bastante absurdo que a estas alturas vengamos a quejarnos de que existan ficciones girando alrededor de la corrupción policial porque afean la imagen del colectivo. What? Del mismo modo, es del género pánfilo creer que todo lo que ocurre en una ficción de este tipo refleja la realidad inmediata, la que te vas a encontrar al salir a la calle. 

Porque salto a otro tipo de corrupción: la que sufre la ficción. Por causas que valdría la pena analizar de forma específica, se tiende a juzgar las ficciones con criterios pertenecientes a la realidad inmediata, sin tener en cuenta que una ficción tiene sus propias reglas. Pero ojo, que hablo de reglas técnicas. Jamás de límites ni cortapisas a la creatividad. Que empezamos quejándonos de que se refleje como villano a un determinado profesional y acabamos cortando cuellos por caricaturizar al Profeta. 

Conozco algunos ejemplos cercanos de esta insidiosa labor, sírvanme para ilustrar. Pasa mucho en novela histórica, a la que un sector muy tocho del subgénero trata de atar en corto con el rigor histórico —o sea, con la realidad—, de modo que la única novela histórica digna de llamarse así es, para muchos, la que no contradice la historia. De la trama y de los personajes, si eso, ya hablamos otro día. Pasa también a veces en novela negra, a la que se insiste en vender como método de denuncia social. Y así puedes ver a autores canallitas que hablan en cheli en las entrevistas, que te cuentan cuánta mugre han olido en las cloacas del sistema y que te explican que ellos, telojurodeverdad, han visto con estos ojitos cómo los concejales de urbanismo untaban a los mafiosos eslavos y cómo los policías hacían desaparecer cadáveres de camellos en los vertederos. Que yo a estas estrategias pues oye, como métodos promocionales les veo la lógica. El problema es que inducen a equívocos porque vivimos en una sociedad algo adocenada, poco dada a contrastar y tendente a tragarse todo lo que uno ha oído de refilón en la barra de la cantina, mientras se tomaba el cortao. Así que nos comemos las ficciones como si fueran crónicas de sociedad. Que me descojono yo, vamos. Y por el camino está el otro problema, claro: que mientras nos entretenemos con contextos históricos o denuncias sociales, se va a la mierda la literatura. 

Todo esto tendría que matizarlo, es verdad. Pero a lo que voy es a que uno no debe creer que lo que ocurre en una ficción pertenece por sistema al mundo real, inmediato. Cada ficción tiene su lenguaje y su código, y en Antidisturbios se crea un universo propio, único, amueblado por personajes y hechos que funcionan en dicho universo de manera exclusiva. En pos de la verosimilitud, y como se hace en novela histórica, se toman modelos «reales» para construir esos personajes y hechos de Antidisturbios. Y para dotar de profundidad al tema, como ocurre en la novela negra, se reflejan enfermedades auténticas del sistema, como la corrupción inmobiliaria, la judicial y, por qué no, la policial. Por el camino, no te digo que no, pueden rozarse algunas verdades más tangibles, como cuando el remedo de Villarejo habla de esos «paletos» que no caen bien a casi nadie pero a los que necesitamos para que hagan el trabajo sucio. O pueden representarse muy vívidamente momentos de gran tensión, a lo que ayuda ese enfoque subjetivo tras el escudo e incluso tras la visera. Qué nervios pasé con esas escenas, por Dios… 

En fin, habría que ver qué intención tenían Isabel Peña y Rodrigo Sorogoyen al crear la obra, claro. Aunque tampoco importa mucho, porque la obra acaba teniendo vida propia. Lo que incumbe a esto que escribo, al final, es la polémica. Y en cuanto a la polémica…


LA POLÉMICA

La desatan, por lo visto, algunos sindicatos policiales que se quejan de la imagen proyectada por la serie[iii]. Se llegó a exigir la depuración de responsabilidades hacia quien hubiera asesorado a los realizadores desde la Policía Nacional. Hubo feos titulares[iv], llamadas al boicot más o menos explícitas (que, como siempre, consiguen el efecto contrario). En algún caso se llegó a buscar una intención maligna a la serie[v]. Yo llegué a oír incluso que, como se espera una temporada calentita por la crisis que está siguiendo a la pandemia, hay que deshumanizar —un poco más— a los de la UIP. Así se les podrá tirar cócteles molotov con menos remordimiento porque, acuérdate, esos de azulón son los matones que apalizaban currantes en la serie Antidisturbios

De la otra parte, como era de esperar, hubo quien acogió la serie como una muestra descarnada de realidad. Supongo que son los mismos que aseguran que a los perros de los Guías Caninos los atiborran de heroína y luego los dejan con el mono para que husmeen con más ganas los alijos. Son los que aman el prejuicio: que, efectivamente, los policías son de naturaleza corrupta y violenta, seleccionados por su tendencia a someterse ante los fuertes y a dar caña a los débiles. Y los uiperos, en especial, destacan por su nula sesera, su adicción a las drogas y su salvajismo. De hecho hubo algún medio que adujo esto como causa de que algunos sindicatos policiales hubieran puesto el grito en el cielo[vi]

Uno y otro son casos claros de personal incapaz o renuente a distinguir realidad y ficción, un documental de una serie. También son formas de aprovechar la confusión de forma torticera, que no sé qué es peor. Luego los hay más moderados, e incluso bienintencionados. Me fijo en este llamativo titular del Hufffington Post: «Qué es realidad y qué ficción en la serie “Antidisturbios”»[vii]. Tonterías, hombre. Todo es ficción en la serie. Y si parece real, olé los cojones de los que la rodaron, porque esa es su misión: la verosimilitud. Que es la apariencia de verdad. La apariencia. APARIENCIA.


¿Y SI TODO ESO NO FUERA APARIENCIA DE VERDAD, SINO PURA VERDAD?

Pues jodidos estábamos. 

Es decir: existe la corrupción a todos los niveles y en todos los oficios, claro. De esa no nos libraremos nunca, me temo, por mucho que cambie nuestra mentalidad. Y cualquier colectivo tiende a reproducir a escala la sociedad en la que está incardinado. Eso significa que, a pesar de los mecanismos diseñados para evitarlo, en la policía hay de todo, como en vendimia. Precisamente por eso existen unidades de régimen disciplinario y, para los temas fuertes, de Asuntos Internos. 

Ahora bien, si la proporción de mierda fuera semejante a la de la serie, las unidades de Asuntos Internos deberían proliferar hasta consumir la mayor parte de los recursos policiales. En este caso concreto, la cosa es más sangrante porque cualquiera no puede entrar en una UIP, que es una unidad especial cuyos miembros deben estar capacitados para actuar —y sobre todo para no actuar— bajo presión, y siempre con todas las cámaras apuntándoles. Se lleva a cabo una selección que busca precisamente evitar los perfiles que se ven en la serie, con el resultado de que el uipero estándar es un tipo sano y equilibrado, de hecho por encima de la media. ¿Se consigue un éxito del cien por cien? Pues no, pero casi. O sea, yo entiendo lo útil de mantener el prejuicio más extendido, el de que un uipero es un fascista maltratador y cocainómano con topitos psicópatas en los faldones y un lazo racista en el moño. Pero no, lo siento. El personaje de Rubén Murillo, por ejemplo, habría caído en la primera prueba selectiva —aunque yo más bien pienso que no habría llegado ni a Ávila—. Y de no ser así, la patada se la habrían dado durante el curso de especialización de Unidades de Intervención, que tiene tela marinera. Es solo un ejemplo de inadecuación a la realidad. Podría hablar de procedimientos. Del expediente disciplinario tipo relámpago que les largan a los uiperos. De la forma que tienen estos de dirigirse a sus superiores, o de la jerga en general, de los extraños turnos, del modo de vida. De todo lo que se pasa por alto y que es habitual. Pero repito: Antidisturbios no es real. Es verosímil. Y no tiene sentido aplicar ¡el experimento de Stanford! a un rol descrito por un guion audiovisual, ni buscarle a la barbarie ficticia causas antropológicas o fundamentos biológicos; para qué hablar de esos presuntos mensajes ocultos en el atrezo[viii]. En fin, la serie no necesita reflejar realidades ni confirmar teorías, trasnochadas o no, porque ni es su función ni viene al caso.

Lo único que viene al caso es que a mí tampoco tiene nadie por qué creerme. Pero me ha gustado mucho la serie y, si pudiera, felicitaría a todos los que han currado en ella. Así que, a tanto activista de pastel como hay por ahí suelto, le recomiendo que se relaje y a que aprenda a disfrutar de la ficción, que Shrek es una figura animada y que todo no va a ser escupir odio. Y a los sindicatos policiales les recomiendo que, en lugar de quejarse de una serie de televisión, se quejen de que las dependencias en las que curran los policías son efectivamente tan deprimentes y tercermundistas como esas que salen en Antidisturbios. De hecho son esas. 

Y, por supuesto, recomiendo prescindir de prejuicios en uno u otro sentido, dejarse de gilipolleces y sentarse a ver Antidisturbios con tranquilidad. Like a virgin.

 

 

 

Todas las imágenes proceden de la web oficial de la serie: https://antidisturbios.movistarplus.es/

 


[i] https://n9.cl/3cid4

[ii] El Periódico: «Disturbios en Lavapiés tras la muerte de un mantero: seis detenidos y diez policías heridos»: https://bit.ly/3llLNMx

[iii] Marca: «“Antidisturbios”, gran polémica policial tras el estreno de la serie del momento»: https://bit.ly/2Ief9xs

[iv] Espinof: «“Antidisturbios es una auténtica basura”. Sindicatos policiales arremeten contra la serie de Movistar+»: https://bit.ly/3n0ZxMN

[v] El correo de Andalucía. «Serie Antidisturbios: cómo proyectar adoctrinamiento progre» https://bit.ly/3p1o5ax

[vi] Huffpost: «“Antidisturbios”, la serie que los sindicatos de policía no quieren que veas»: https://bit.ly/2U5fW6E

[vii] https://bit.ly/2U6EAnr

[viii] La mordaza: «Antidisturbios: todo lo que Sorogoyen no dice»: https://bit.ly/36iZw05


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