Acerca de LA DAMA BLANCA, de Alicia García-Herrera

 

«Yo entiendo por “sopa” el cuento tal cual viene servido por su autor o narrador; y por “los huesos”, las fuentes o el material, aun cuando (por extraña fortuna) se llegue a descubrirlos con certidumbre».

J. R. R. Tolkien,

Sobre los cuentos de hadas

 

 No hago reseñas, lo he dicho alguna que otra vez, porque me parece un atrevimiento un poco inútil exponer sobre una obra ajena algo diferente a la mera opinión lectora. Pero hay un par de obras de las que me gustaría hablar —no tanto como lector, más bien como perpetrador de novelas—, y aquí va la primera. De la segunda ya hablaré cuando salga.

Acaba de publicarse La dama blanca, de Alicia García-Herrera. Novela de Plaza & Janés (grupo Penguin Random House) que he tenido la oportunidad de leer previamente, e incluso he sido testigo en parte de su gestación y largo embarazo. Por eso, porque conozco a la autora y sus intenciones, me interesaba mucho no solo la obra, sino su proceso de creación, el camino elegido para llegar a su objetivo literario. Más cuando, aparte de una obra de ficción, esta es una historia MUY (y las mayúsculas no son gratis) metaliteraria, MUY volcada en los mecanismos creativos, vistos tanto desde dentro como desde fuera de la esfera diegética. Saber esto, obviamente, condiciona la lectura, pero digamos que he pegado ya suficientes tiros como para no perder la perspectiva, o al menos para volver rapidito a la senda si acaso me pierdo un poco, que también apetece. Y de eso, perspectiva artística, lo mismo lineal que atmosférica, La dama blanca guarda a carretadas. Alicia, la doctora García, es una narradora entusiasta y constante, con un punto de reposada precisión que se combina muy bien con lo pasional; yo diría que escribe en plan espartano: sin dar un paso atrás ni ceder su puesto en la línea, pasando un poco de las lanzas enemigas y, a la vez, buscándole el flanco a la falange de enfrente para entrarle por el punto débil. Tenaz en el estilo y en la construcción dramática, con una sensibilidad especial para construir imágenes. O por mejor decir, la doctora García demuestra un talento insólito para generar ambientes, especialmente si estos tienden a lo oscuro, lo que siempre es más difícil que colocarlo todo al sol, bien a la vista. De eso va la literatura, ¿eh? De subtextos. Y precisamente el hábil juego entre luces y sombras es lo que da volumen a este cuadro, La dama blanca. Caravaggio no lo habría pintado mejor.

Podría uno anticiparse y pensar que la lanza que empuña esta doctora espartana son las descripciones; y sí que lo son, pero no solo. Hay algo más. Algo casi intangible, aparte pues del estudiado diseño de trama y personajes, y que tiene más que ver con el estilo, con los registros en los diálogos, con el juego entre autor y lector. El de quien escribe sabiendo cómo se ha formado, grosso modo, la percepción de todo el que tiene arraigado el hábito de leer. Es algo relacionado también con los libros de ahora y los libros de antes, o más bien con los lectores de ahora y los lectores de antes. Aunque tampoco esto explica bien lo que quiero decir. Mira, me atrevo a afirmar, aunque tal vez me equivoque, que una novela como esta, en la que romanticismo y fantasía se asoman desde rincones oscuros, la va a disfrutar más quien se emocione con Cumbres borrascosas que con Canción de hielo y fuego. En cuanto a los que hayan leído a Tolkien… Bueno, de todo habrá, porque si de algo no se puede acusar a la doctora García es de no mojarse cuando habla de «el Profesor».




Ah, el Profesor, así, con mayúscula, y dígase con tono reverencial. A mí, que he leído lo básico de él y sobre él, no es que me caiga muy bien Tolkien, lo confieso. A tenor de lo que escribió, me gusta más como ensayista que como novelista, aunque también soy capaz de disfrutar de sus ficciones. Pero sobre todo admiro su capacidad para comprender, filtrar y difundir el proceso creativo, y todo ese dominio del rollito mitopoético del que ya quisiera yo una milésima parte. En cuanto al Profesor, del mismísimo Profesor, tan anglosajón él... ¿Qué puedo decir? Soy cantor, soy embustero, me gustan el juego y el vino. Tolkien me queda un poco demasiado al norte, y además él quiere que se le note —incluso en La dama blanca se apunta algo de esto—. No sé, salvando muchas distancias y sin ánimo de ofender, es esa sensación que tienes cuando alguien que se pasa de paliducho te mira por encima del hombro mientras veranea en Benidorm, cena paella y vuelve borrachísimo a un hotel con balcones que dan a la piscina.

Pero bueno, a lo que iba: aparte de la centralidad de Tolkien en la trama, Anna, la doctora Stahl, es la protagonista de la novela (junto a Gala, la enfermera Eliard), y Anna reverencia al Profesor. Precisamente por eso, por la adoración, hay algo de obsceno en la tarea que la doctora García le impone desde fuera de la diégesis a la doctora Stahl: investigarlo. Investigar a Tolkien, buscar el móvil, remover el caldo en busca del hueso. Encontrar sus fuentes emocionales e intelectuales, localizar su proceso creativo, sus traumas, sus pasiones. Todo eso que, debidamente cocinado, llevaría a una de las ficciones —O para ser justo, a uno de los universos ficticios— más influyentes de nuestro tiempo.

Eso en la superficie, en la parte dramática. Varias tramas, separadas en la distancia y en el tiempo, conviven para mostrarnos más de un paralelismo, tanto en las peripecias como en el apartado simbólico —ay, cuánto simbolismo tiene esta novela—. Pero es que por debajo de esa piel arlequinada hay mucho más de lo que parece. La combinación de tramas multiplica las posibilidades al añadirse la profusión temática. Eso complica la novela en el sentido de enriquecerla literariamente. Y no de manera artificial: más bien de forma preordenada a la historia que se pretende contar, a la búsqueda del ansiado Grial. Aunque, con semejante tinglado, garantizo que cada lector va a leer una novela distinta, porque aquí van a entrar en juego las propias expectativas, la admiración por Tolkien si la hubiere, o el nivel de conocimiento de su universo. El amor por las letras, incluso de las ensaladas editoriales y de los pantanales académicos, cosa que me ha recordado bastante al campo de la novela histórica, a la siempre difícil relación que existe entre la libertad creativa, el anclaje con la presunta realidad y el tan cansino rigor. Esto de lo académico pesa, ¿eh?, y creo, tal vez pasándome de rosca, que la evolución de Anna tiene que ver con dejar atrás ese respeto reverencial a lo académico para reconocerse creadora. O sub-creadora, venga.

Por cierto, ¿es necesario conocer la obra del Profesor para disfrutar de la novela? Creo que no, igual que no hay que saberse la Primera Guerra Mundial para entender qué le pasó al teniente Tolkien en el Somme. A ver, sí que habrá un disfrute extra —o que encontrará más caminos por los que andar— quien sepa de Beren y Lúthien, de los valar, de árboles dorados y plateados y de todo ese pastel. También habrá, por esos mismos motivos, quien se escandalice, que ya sabemos lo cuasi religiosamente que impone el Profesor, ahí lo dejo. Pero vamos: yo, que sé lo justo sobre la Tierra Media y alrededores, no he necesitado meterme en camisa de once varas, así que me da que la novela no exige otro nivel que, si acaso, haber visto las pelis de Jackson, y a lo mejor ni eso.

Por lo demás, la novela es de difícil clasificación. A veces histórica, otras veces romántica, o incluso erótica; en ocasiones es meramente metaliteraria —casi ná—, y las más, refractaria a los subgéneros. La variedad de temas que trata y de símbolos que usa para ese fin la sobreponen a la tarea de ordenar en las estanterías, y por eso vamos a verla colocada en listas, sitios y géneros diversos… Oye, es una novela, ya está. Trata de aspectos de la vida que se manifiestan entre libros o se vuelcan en ellos, aplicados a lo académico, a lo literario (y por qué no: a lo editorial), y se sirve de pulsiones humanas que todos reconoceremos, desde la hipocresía social hasta el deseo sexual, pasando por la empatía, la ambición, el miedo, las decepciones, la pérdida y la redención.

Para el final dejo los aspectos metaliterarios, que son los que más me han gustado —aparte del juego de símbolos, incluidos los musicales—. Si Tolkien sub-crea a imagen y semejanza de Dios, la doctora García sub-crea… ¿a imagen y semejanza de Tolkien? ¿O acaso lo está puenteando? Fácil aceptar lo primero cuando el Profesor —o su propia luz refractada— protagoniza la novela directamente, o cuando Anna Stahl se mete a detective literaria, obnubilada por su adoración académica hacia Tolkien, aunque luego se reconozca en la pasión desatada de Gala. Pero aceptamos el puenteo divino cuando el Profesor deja de lucir y se limita a proyectar sombra, porque la que irradia entonces, ahora y siempre, es Gala, la dama blanca.

Pues eso: esta es una ficción como Dios manda, con diversos niveles narrativos y temáticos que se cruzan y chocan y se funden como si la novela fuera una estrella cuyo núcleo estuviera aquejado constantemente de fusión nuclear. No es vano la estrella tiene también un poderoso valor simbólico en la narración. La dama blanca es una primera novela, pero al mismo tiempo no lo es. Lo es en sentido estricto, pero no coincide, ni en expectativas ni en ejecución, con lo que habitualmente tenemos por primeras novelas: de hecho, es probable que muchos autores escriban varias primeras novelas antes de acercarse siquiera a esta primera novela de la doctora García.


Bio de la autora en la página de Penguin Random House (pulsar aquí)

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