Acerca de EN EL NOMBRE DEL PODER, de Juanjo Braulio

 

Don't look at me like I am a monster.
Frown out your one face, but with the other
stare like a junkie into the TV,
stare like a zombie while the mother holds her child,
watches him die,
hands to the sky crying,
Why, oh why?
'Cause I need to watch things die from a distance.
Vicariously I live while the whole world die.
You all need it too, don't lie.


Tool, Vicarious

 

 

 Escribí hace poco, a propósito de La dama blanca (Alicia García-Herera, Plaza & Janés), que había otra obra actual de la que me gustaría hablar. Y aquí estoy, no sin antes insistir en que yo no hago reseñas, de modo que lo que viene a continuación es mera opinión lectora. También es verdad que, ante la total ausencia de crítica literaria en Novela Histórica, lo que nos queda —por mucho que se le quiera dar aire de autoridad analítica— es eso: opinión lectora. Tómese como tal, pues.

Acaba de publicarse En el nombre del poder, de Juanjo Braulio. Novela de Ediciones B (grupo Penguin Random House). Como ya ocurrió con La dama blanca, tuve la oportunidad de leer previamente la novela de Braulio; e igual que con aquella, he sido testigo en parte de su gestación y embarazo. Una vez más porque conozco al autor, sus antecedentes y sus intenciones, me interesaba mucho la obra final, máxime habiéndola escrito un tipo que salta desde su zona de confort (la Novela Negra) para dejarse caer el en fango más denso de la Novela Histórica. Recuerdo que, hace ya años, Juanjo me comentó su intención de meterse en algo así y tocar a los Borgia, y recuerdo también mi advertencia sobre el trabajazo que le quedaba en materia de documentación.

Estamos ante una obra de ficción, eso debe quedar claro desde ya. Aunque más que ficcionar los hechos, Juanjo Braulio usa los mecanismos de la ficción para narrarlos. Ya, ya, de primeras esto resultará un poco críptico, ¿verdad? Lo explicaré en plan macarra: lo habitual en la Novela Histórica española es, en realidad, la historia novelada. Obras que no se construyen bajo las directrices artísticas de la ficción, sino las de una disciplina académica. Que no precisan de talento creativo, sino de horas de estudio. La imaginación se frena mediante la disciplina del rigor histórico, las tramas se sustituyen por sucesiones de datos cronísticos, los personajes funcionan como los muñecotes de futbolín, esos que manejabas de tres en tres en cada hilera, entre trago y trago de San Miguel. Bueno, pues Juanjo Braulio no cae en esto. Tal vez ocurre porque viene de un género literario de verdad y, claro, el hombre tiene sus prioridades a la hora de crear y de impactar. Sí, sí: el impacto emocional está asegurado con En el nombre del poder. Porque, como le dije en su momento al propio culpable de todo esto, su tono novelinegro consigue un fresco cojonudo sobre el momento y el lugar, sobre la gran cantidad de hijoputez e hipocresía. Y a Braulio se le nota el oficio cada vez que Corella se ventila a alguien, o cuando el papa o César Borgia (o cualquier otro personaje, qué cojones) toman una decisión cabrona sin que les suban las pulsaciones.


Una ventaja añadida de otorgar prioridad a la ficción es que En el nombre del poder cumple su función literaria. Os cuento: en la Novela Histórica española, en la pretendidamente canónica, se entiende, hay un objetivo fundamental didáctico, y otro secundario de entretenimiento. Docere et delectare lo llaman los zorros de fábula. Pero el objetivo auténtico y difícil —esas uvas verdes a las que podemos llamar verdad literaria o estética— queda oscurecido por la sombra amenazante del presentismo, aplastado por la necesidad de reflejar el espíritu de la época que se retrata, y por lo tanto se saca de la ecuación.

Retratar una época… Juanjo Braulio retrata la época en la que se contextualiza su novela, pero es porque retrata la naturaleza humana, y por eso a los dos fines habituales de la Novela Histórica une el tercero, el importante y excepcional: la literatura.

Porque en cuanto a aprender y a disfrutar, En el nombre del poder está apuntalada por una ingente documentación; y es que, niños y niñas, no es lo mismo que el pastel novelesco transcurra en el siglo XII o en la antigüedad griega que situar la acción en el Renacimiento; pues la cantidad de datos con los que contamos no es comparable, y el tito Braulio se ha tomado muy en serio la tarea de documentarse —in situ, incluso—, de modo que mueve los hechos y a los personajes históricos igual que Bruce Lee maneja los nunchakus en Furia oriental, cuando entra en el garito japonés a repartir candela. Y por lo mismo, por cómo se pone de chulito Braulio con sus nunchakus, no puedes dejar de mirar. Porque esto no es una simple sucesión de datos cronísticos trasladados al papel con tres o cuatro truquitos narrativos. Esto es un alarde literario que te hipnotiza con vueltas, revueltas, fintas y remolinos para sacudirte cuando menos lo esperas. Y vaya hostias que mete, ¿sabes? De eso se asegura, por cierto, con el foco narrativo y con la propia elección del narrador, don Micheletto. Todo un acierto por lo que gana a la hora de implicar al lector.

Eso en cuanto a enseñar y entretener. En cuanto a lo otro, En el nombre del poder está escrita por alguien que viene de inventarse a asesinos y de bucear en sus motivaciones, y de narrar putadas diabólicas, y de plantarte en la cara el efecto que el mal causa en sus víctimas. En el nombre del poder está llena de monstruos, de canallas, de depravación y maquiavelismo (en el sentido propio y en el otro), porque los seres humanos reales somos unos canallas monstruosos y unos depravados maquiavélicos; y, parafraseando a Víctor Manuel, «A veces las noticias son tan fuertes que no puedes soportarlo y cambias de canal. Tan lejos de Somalia y Sarajevo, si me como un par de huevos no me pueden sentar mal». Pero de esta novela no se puede escapar, pequeñuelos, porque la lleváis escrita en vuestros genes. Y si no lo sabíais, aprendedlo ahora, que eso os hará más sabios que enteraros de cuántos hijos tenía Alejandro VI.

Os confesaré algo. Uno de los puntos que más me gusta de la novela, precisamente relacionado con esta necesidad literaria de reflejar la condición humana atemporal, es la constatación de que, al fin y al cabo, todo lo que sucede es políticamente lógico. Lo fue y lo será. Y es que no estoy exactamente de acuerdo con lo que dice Vicent Molins, hablando de esta novela, en El confidencial: «Los Borgia, más que malvados, depravados o maquiavélicos, “solo fueron políticos”». Lo que yo diría yo es que los Borgia, como buenos políticos, fueron malvados, depravados y maquiavélicos. El gato maúlla y la vaca muge, qué le vamos a hacer.

Leed la novela, va. Lo necesitáis. Y después de hacerlo, contestadme a esto si es que podéis: ¿sobreviriría la ficción narrativa sin la historia? ¿Sobreviriría obviando la naturaleza humana? ¿Es cierto, homo homini lupus, que esa naturaleza inclina al hombre hacia la maldad? ¿Lo ha hecho en el pasado y lo hace ahora, o ha cambiado algo desde entonces?


Bio del autor en la página de Penguin Random House (pulsar aquí)

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