EL CID NO ERA UN MERCENARIO. EL MERCENARIO MEDIEVAL I


Que la figura del Cid ha sido manipulada en uno u otro sentido no hay por qué dudarlo. Es importante dejar esto claro, porque en cuanto se pone uno a dudar de las posturas políticamente correctas, le llueven acusaciones de fascismo o de que España es unidad de destino en lo universal. Dice el doctor Bruno Padín (De traidor al rey a héroe nacional: la figura de El Cid en la historiografía española) que «el Cid pertenece al mundo de las imágenes, los mitos y los símbolos», y analiza qué papel juegan este tipo de figuras y también el papel del historiador, al «cimentar los fundamentos del sentimiento de identidad patriótica (…) Esto se produce porque la historia está en buena medida al servicio de la ideología y los historiadores al servicio de un Estado». 

Añade más adelante Padín que «son diferentes los condicionantes sociales, políticos o ideológicos que experimenta un monje que redacta su texto durante el siglo XII en su cenobio a aquel historiador que lo hace, por ejemplo, en el XIX, con la misión de crear una conciencia nacional que se vertebre y sea efectiva, además, mediante el empleo de instrumentos como la educación». Supongo que ahora tocaría analizar los condicionantes políticos o ideológicos del historiador del siglo XXI que se empeña en decir que el Cid era un mercenario. En cualquier caso, insisto en que no creo que deba ser tarea consciente de un historiador el contribuir a la grandeza del Cid mítico o al contrario: deconstruir el mito. Eso de desmitificar es tarea tan imposible como ridícula mientras el historiador carezca de la capacidad narrativa del mitopoeta, aunque factible si el destinatario del mensaje se deja impresionar por los fuegos artificiales. Porque, por decirlo con una frase de propia cosecha: desmontar un mito mediante la historia es Irene Montero quemando un póster de Raquel Welch.

Pero vamos a lo que vamos: la posibilidad de que el Cid fuera un mercenario. Como hemos visto, el término «mercenario» y sus sinónimos a lo largo del tiempo se corresponden con conceptos diversos y en constante evolución, al igual que evoluciona su consideración social y jurídica, lo que a su vez se relaciona íntimamente con el panorama social y jurídico imperante en cada época. En cuanto a la mentalidad dominante —si es que algo así existe—, parece algo pretencioso acceder a la realidad —o mejor dicho: a las realidades— del siglo XI sin vivir en el siglo XI. Obviamente no lo es investigar, esforzarse en hallar los indicios y examinarlos. El problema viene cuando saltamos de lo meramente descriptivo, de lo objetivo, a los juicios de valor, y pretendemos dar a estos carta de validez, como si estuvieran libres de subjetividad. Incluso en el caso de que un habitante del siglo XXI fuera capaz de recrear un escenario objetivamente auténtico del siglo XI, validado por la comprobación directa, sin intermediarios y en tiempo real, lo observaría y juzgaría con la mirada y el criterio de alguien que vive diez siglos después. Cuánto más difícil es interpretar y llegar a conclusiones si lo que se tiene son indicios fragmentarios y de dudosa fiabilidad. Esto sirve para lo honorable —según el criterio moral occidental moderno— y para lo que no lo es. Huizinga, en El otoño de la Edad Media, aprecia este problema al hablar del ideal caballeresco incluso cuando los «investigadores» son cronistas coetáneos de los hechos que describen, los que habitan los últimos siglos medievales: «Es como si el espíritu de estos escritores —un espíritu superficial, digámoslo— emplease la ficción caballeresca como un correctivo de la incomprensibilidad que su tiempo tenía para ellos (…) Incapaz de descubrir en nada de esto una verdadera evolución social, la historiografía se apoderó de la ficción del ideal caballeresco, para reducirlo todo por medio de ella a un hermoso cuadro de honor de príncipes y de virtud de caballeros, a un lindo juego de nobles reglas, y crear, por lo menos, la ilusión de un orden». Bien, se trata de cronistas de la Edad Media, ¿no? Limitados a las herramientas de que disponen en tal momento, y por tanto merecedores de cierta indulgencia.

Recordemos lo que decía Fletcher, el hispanista guiaburros: que el Cid prestaba sus servicios a cambio de una paga, lo mismo a cristianos que a musulmanes. Y lo definía, por si no nos había quedado bien claro: el Cid era «un soldado mercenario». Al parecer, Fletcher pudo decir esto porque sus súper poderes británicos le permitieron aprehender toda la realidad material y cultural —incluso espiritual— del siglo XI hispano y, dueño de imparcialidad absoluta, invulnerabilidad a los anacronismos culturales e impoluta objetividad, fue capaz de aunar la infabilidad historiográfica con una alta competencia jurídica, filológica, política y hasta ética. Podemos creer tal cosa, y podemos creer que, en fin, Fletcher era también lo que se conoce como medievalista, y tal vez fue eso, sin más, lo que lo situó en una posición privilegiada para juzgar a un sujeto medieval como el Cid. 

Recurramos a otros medievalistas, a ver si piensan igual que Fletcher. Porque si no es así, tendremos que concluir que ser medievalista no te engalana con la infalibilidad pontificia. 

Kelly De Vries (Medieval mercenaries: Methodology, definitions and problems, en Mercenaries and Paid Men: The Mercenary Identity in the Middle Ages) nos explica que se hace descansar al concepto de «mercenario» en dos términos básicos: extranjería y paga, que por su modernidad no son capaces de encajar perfectamente con las necesidades del historiador militar medieval. El término «extranjero» es especialmente conflictivo si lo sacamos de un contexto moderno. Este autor pasa por multitud de ejemplos de varios momentos medievales en los que guerreros considerados como mercenarios aparecen identificados por su origen étnico, y se detiene en la consideración de que incluso esta práctica, identificar contingentes por el origen étnico de sus miembros, da lugar a dificultades cuando no a incoherencias. Tal es el caso cuando llega a asimilarse el origen étnico a la cualidad de mercenario, o cuando estos contingentes se componían de sujetos con diferentes procedencias, como ocurre con los sajones en el siglo VII, con la Guardia Varega en  el siglo XI o los brabanzones en el XIII, los almogávares en el XIV o los condotieros y las Compañías Libres en el XV. Podría añadirse un ítem más de confusión; el caso de grupos humanos que sufren metonimias y sinécdoques sucesivas, como ocurre con los almogávares aragoneses, asimilados a unidades militares en el siglo XIII y a mercenarios catalanes a partir del XIV. En cuanto al término, «paga», la cosa también se complica porque el sueldo —la soldada— no es más que una contraprestación, y el servicio militar medieval siempre ha sido una prestación personal a la que correspondía contraprestación, previa o posterior. Dinero, tierras, esclavos, botín diverso, condición de villano, salvación espiritual. Contraprestaciones. De Vries también nos recuerda que el propio término «Feudalismo» remite a un patrón de jerarquía socioeconómica. No está mal incidir en que los fueros medievales establecen pagas a la actividad guerrera concejil, graduándolas incluso según el tipo de unidad en la que se combate —lo que se determina por el estrato social. Es decir: por el poder adquisitivo—. Pactos feudales y fueros concejiles no son sino bases jurídicas que crean obligaciones, para con el señor en un caso, para con la villa en el otro. 

Decía también SúperFletcher que «la figura del Cid sólo puede ser interpretada de un modo correcto dentro del contexto de su propia época y con ayuda, únicamente, de las fuentes que le son contemporáneas». Pues bien, gran máster del universo: ¿cuándo se empieza a considerar al Cid un mercenario? ¿Alguien lo hizo mientras él estaba vivo? ¿Se consideraba a sí mismo un «mercenario» Rodrigo Díaz de Vivar? ¿Lo consideraban mercenario sus hombres? ¿Sus enemigos? ¿Los que lo conocieron u oyeron de hablar de él en sus tiempos? 

No seamos rígidos y ampliemos el plazo algo más allá del año 1099, fecha admitida como la de muerte del Cid. Lo cierto es que existe, ya en la Edad Media, una minusvaloración del concepto. El routier, el ribaldo —el «mercenario medieval»—, se caracteriza por trabajar solo por dinero y por ser ajeno a la moral caballeresca o a nada que se le parezca. Esta idea, por romántica que suene, es importante. La motivación real, profunda y jamás confesada de un sujeto puede ser el simple enriquecimiento, por supuesto; pero si reviste su actividad de formas moral y socialmente aceptadas, no recibirá reprobación. Por el contrario, un ribaldo podría muy bien empatizar con la causa de su contratador, pero si persiste en actuar públicamente como «mercenario», su actividad será reprobable —digna de excomunión, incluso—. Probablemente es este el aspecto más susceptible de ser trasladado a la actualidad sin sufrir las consecuencias del anacronismo. Cuando uno piensa en las Brigadas Internacionales que lucharon por la República en la Guerra Civil Española, ni se le ocurre considerarlos mercenarios. Y sin embargo eran extranjeros y cobraban una soldada (en principio igual a la de los combatientes españoles).

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