EL CID NO ERA UN MERCENARIO. «MERCENARIO». Conceptos jurídicos y sociales, y hasta en la cultura popular II



Pérez-Reverte o Iron Maiden no son casos únicos en poner de relevancia el aspecto honorable y épico del mercenario, en subrayar la ausencia de artificio para mostrar al sujeto auténtico, «de ley», más comprometido con el cumplimiento a rajatabla de sus principios que con la consideración social mayoritaria de dichos principios. Existen también manifestaciones audiovisuales que, en la historia reciente, se han alejado de una visión ortodoxa para romantizar al mercenario. En la apertura de cada episodio de la seria ochentera El equipo A, el narrador nos explicaba que, encarcelados por un delito que no habían cometido, los protagonistas se fugaron de la prisión; «hoy, todavía buscados por el gobierno, sobreviven como soldados de fortuna. Si tiene usted algún problema y si los encuentra, tal vez pueda contratarlos». De forma parecida, la franquicia de acción The expendables (Los mercenarios en España) recurre a admiradas y viejas glorias de los años ochenta y noventa para mostrar a un grupo de mercenarios de élite que, lejos de conformarse con cobrar por gastar munición en guerras privadas, luchan por el bien en la sempiterna batalla blockbuster contra el mal.

 Estos casos de mercenarios «honorables» no son únicos, digo, pero distan de lo habitual. Lo habitual, especialmente en el caso del Cid, es que aludir a su condición de presunto mercenario precisamente conduzca a lo contrario que los ejemplos anteriores, así en lo ficticio como en lo histórico: lo despoja tanto de honor como de épica, lo «sanea» de oropeles míticos, desromantiza su figura. Se pretende abofetear al iluso: ¡Despierta! ¡El Cid no es alguien de quien sentirse orgulloso, no es un modelo a seguir y, como mito fundacional, solo podría servir a un ideal casposo! ¿Acaso no sabes la verdad? ¡¡El Cid era un mercenario!! 

 Tal es la opción de Unamuno, tal como vemos en el Espistolario americano, antes incluso de que el POUM, la revista La batalla, Franco y la madre que los parió a todos volvieran fascista al Cid: «Pero es que la casta de los Pizarro, los guerrilleros, llevó a la América la guerra civil endémica en España, la nacida de los profesionales de la espada, de los cruzados jubilados, la del Cid, mercenario y traficante del honor castrense».

Y también, aunque sin usar el término «mercenario» (como vimos más arriba), es esta la opción de Dozy y sus precursores «cidofóbicos». En relación con lo que Ibn Bassam nos dice a través de Dozy, opina Bruno Padín Portela (De traidor al rey a héroe nacional: la figura de El Cid en la historiografía española) que «esta afirmación de Dozy vendría a despojar al Cid de sus virtudes, sin ideales por los que luchar, presentándolo simplemente como un mercenario al que solo movía el interés por sobrevivir, independientemente de si lo hacía del lado cristiano o del musulmán. En primer lugar, el Campeador defensor del cristianismo desaparecía si esa sentencia era cierta (…) Además, el Cid podía ser considerado traidor al haber entrado en combate con los ejércitos a los que antes pertenecía y haciéndolo, para más deshonra, al servicio del principal enemigo de la fe católica. Y por último, aceptar que el Cid había sido un mercenario desacreditaba, no ya en el plano individual al mismo personaje, sino a un nivel más general, un jalón esencial del carácter nacional».

 Estos tonos de burla amarga de Unamuno o de cidofobia decimonónica pueden detectarse también en El Cid (The quest for El Cid, 1990), de Richard Fletcher, uno de esos británicos a los que llaman hispanistas. ¿Solo hay hispanistas británicos, por cierto? Qué curiosa la figura del hispanista. ¿Hay britanistas entre nosotros? Va, que me lío. Decía que Fletcher —muy de quitarnos la tontería a los bárbaros mediterráneos con un bofetón de realidad civilizada— se lo guisa y se lo come él solito al presentar su obra:

«Pero aunque hubiera muchos cides sólo existe un héroe nacional en España (y más concretamente en Castilla): el Cid, guerrero cruzado que libró batallas de reconquista por el triunfo de la Cruz sobre la Media Luna y la liberación de la patria del dominio moro. Pero en ese aspecto, existe una falta de conexión entre la realidad del siglo XI y la mitología posterior. En la época del Cid había muy poco sentimiento de nacionalidad, cruzada o reconquista en los reinos cristianos de España. Como veremos más adelante, el mismo Rodrigo estaba dispuesto a luchar junto a los musulmanes contra los cristianos como a la inversa. Era su propio señor y luchaba en beneficio propio. Era, pues, un soldado mercenario. En su uso actual, el término “mercenario” tiene connotaciones peyorativas; es cierto que los mercenarios de hoy en día —los del África postcolonial, por ejemplo— no constituyen un grupo digno de imitación. De igual modo, es muy posible que sus predecesores del siglo XI tampoco fueran personajes especialmente atractivos. Por tanto deberíamos evitar tratar la figura del Cid de un modo romántico. Sea como fuere, en este libro el término “mercenario” será empleado en el sentido de “alguien que presta sus servicios a cambio de una paga”. El Cid vivía de la guerra: era un soldado profesional. Y desde luego muy afortunado; más que muchos y sólo menos que muy pocos. A partir de un origen modesto en la aristocracia de Castilla la Vieja, prosperó de tal modo que acabó su vida como gobernante independiente de un principado conquistado por él mismo en Valencia. ¿Cómo lo hizo? ¿Cómo y por qué la leyenda póstuma le transformó en lo que no había sido en vida? ¿A qué se debe que la imagen así creada mantenga su vigencia en la mitología nacional española? (…) Nuestro razonamiento de partida es que la figura del Cid sólo puede ser interpretada de un modo correcto dentro del contexto de su propia época y con ayuda, únicamente, de las fuentes que le son contemporáneas».

 Chico, no veo más que contradicciones en este texto. Pero en fin, dejemos ahora de lado esa sensación de que Fletcher se dirige a una troupe de imbéciles a los que tiene que desasnar y, tal como nos enseña este buen hombre, sigamos analizando cada figura en el contexto de su propia época y mediante fuentes que le son contemporáneas. Mario Urueña-Sánchez [Mercenarios y Compañías Militares y de Seguridad Privadas. Cáp 2. De mercenarios, redes normativas y actores legitimadores. 2. 1. Sobre los mercenarios: hacia la (re) construcción de una definición] dice que «Tal vez la aproximación más cercana a delimitar el universo del mercenarismo provino del historiador Arriano de Nicomedia, quien para describir a los mercenarios reclutados por Alejandro Magno los calificó como xenos-mistophoros para resaltar tanto su carácter de extranjeros como de asalariados (Trundle, 2004: 16). Por lo tanto, se puede establecer en su origen que la definición de mercenarismo apunta preliminarmente a dos aspectos: su condición de foráneo y la búsqueda de una recompensa material». A continuación, Ureña-Sánchez hace una reflexión de lo más juicioso y que vale la pena reproducir entera, porque viene a sintetizar las razones de este escrito:

«Sin embargo, se considera que tomar ambos sentidos acríticamen­te termina por generar más interrogantes que certezas, incluyendo los siguientes: ¿Acaso la condición de extranjero tiene para un comba­tiente la misma connotación en los tiempos de las polis griegas o de los feudos medievales, que en el Estado-nación moderno? ¿Constituye la remuneración o los incentivos económicos a los soldados regulares un paso hacia el mercenarismo? ¿Son mercenarios aquellos comba­tientes que se dan al saqueo, amparados por las órdenes de sus supe­riores? Estas inquietudes obligan a recurrir a un análisis etimológico del mercenarismo, del cual se infiere la complejidad para brindar una definición unívoca de este si no se quiere correr el peligro de convertir este término en algo ahistórico, ajeno a la especificidad de cada era y de cada contexto en el que ha sido utilizado».

A continuación Ureña-Sánchez identifica varias aproximaciones conceptuales (Mockler, Singer, Contamine, Hampson) que pretenden dotar al concepto de «mercenario» un tratamiento ahistórico; mientras que otros autores (Thomson, Percy) luchan por superar las limitaciones autoimpuestas por los anteriores, y lo hacen rechazando precisamente una definición cerrada o reduciendo sus elementos constitutivos. Lo que se va definiendo, parece, es la sensación de que, históricamente, el mercenariado es un fenómeno muy complejo y dependiente del contexto temporal propio; que en lo jurídico ocurre otro tanto, como es natural conforme evolucionan los marcos de derecho; que desde el punto de vista social —como causa y a la vez consecuencia de lo anterior—, en cada momento se crean, modifican, recuperan o eliminan las connotaciones que lo acompañan; que, desde una óptica ética, las variables anteriores determinan figuras distintas en cada época e incluso hay momentos en que el mercenariado puede gozar de distintas consideraciones (en el sentido de que las hay positivas y negativas que coexisten). De hecho, Ureña-Sánchez (pág. 51 y ss.) termina por considerar que un mercenario es todo experto militar que reúne tres rasgos distintivos —y tremendamente cambiantes— basados en la externalidad del individuo respecto de la ideología, la política y la geografía.

 Una muestra de los factores específicos de cada momento y lugar resulta de la descripción del cambio ideológico o ethos épico griego al del hoplita y la falange (Leaving no warriors behind, de Samet; y Soldados y fantasmas: historia de las guerras en Grecia y Roma, de Lendon). Un nuevo paradigma compuesto de modalidades distintas de valor y actitudes militares que rompían con lo homérico y que impuso Esparta manu militari, que abrió las puertas a la «colectivización» del esfuerzo guerrero y, por lo tanto, al mercenariado, lo que hizo crecer el prestigio de los mercenarios hasta un curioso punto de ruptura (Expedición de los Diez Mil, campaña asiática de Alejandro Magno). Estas circunstancias específicas de lo heleno contrastan con lo sucedido en el contexto romano, que vivió sus propias sacudidas en la organización militar con las sucesivas reformas; igualmente con lo medieval y la organización mercenaria en bandas itinerantes denominadas según sus lugares de procedencia, que suponían una amenaza tanto para el pueblo llano como para los intereses de los estratos sociales superiores (pág. 73), e incluso repelían al concepto medieval agustiniano de Guerra Justa, y llevó a legislar contra ellos. Célebre es el caso de la Cruzada Albigense, con la excomunión de ribaldos y el tratamiento que los combatientes ordinarios les dispensaban (v. g. Simón de Montfort y su contencioso con Martín de Algai), o el hecho de que se diferenciara claramente entre las compensaciones debidas por un lado a los caballeros durante el tiempo estipulado de servicio, y por otro los pagos a las partidas mercenarias. El concepto medieval del mercenariado sufriría una evolución que corrió parejas con el asentamiento, a finales del siglo XIII, de una noción de «extranjería» —no comparable jurídicamente, por supuesto, con la vigente hoy en día— y llegó a institucionalizar su uso en las llamadas Compañías Libres. El efecto fue también normativo (véanse las regulaciones florentinas para los condotieros del siglo XIV, o los modos de evadir la norma en el caso de la Guardia Suiza o los Tercios Españoles, ya concluida la Edad Media) y penetró hasta lo macroeconómico en el siglo XVII con la entrada en juego de las llamadas Compañías Mercantiles. Sucesivos cambios de modelos, operantes en cada marco jurídico y social al mismo tiempo que entraban en conflicto con él. Por poner un ejemplo, es ilógico comparar el genocidio de bandaneses por parte de la Compañía Neerlandesa de las Indias Orientales, perpetrado en 1608 para obtener el monopolio del comercio de la nuez moscada y ejecutado por mercenarios japoneses, con la regulación de la actividad corsaria en 1243 por Enrique III, rey de Inglaterra, y su derecho a la mitad de la ganancia. Un punto clave en esta evolución jurídico-histórica llegaría en 1856, con la Declaración de París respecto al Derecho del Mar, considerada norma antimercenaria clave que, según Percy (Mercenaries, the history of a norm in international relations), es el paso definitivo hacia la estatalización de la violencia.

Todas estas particularidades jurídicas temporales pueden resumirse mediante la máxima Cuis tempora, eius ius: a cada tiempo su derecho. Nada más lógico cuando se habla de distintas realidades históricas, cada una con su propia organización política, sus normas, mecanismos sociales y mentalidades.

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