EL CID NO ERA UN MERCENARIO. INTRODUCCIÓN

 

Me he propuesto reflexionar sobre el presunto mercenariado del Cid Campeador, asunto con el me encuentro cada vez que doblo una esquina. Lo cierto es que pienso mejor cuando escribo, así que allá va una ristra de artículos que responderán al siguiente plan:

 

INTRODUCCIÓN

«MERCENARIO». El término y su correspondiente concepto I

«MERCENARIO». El término y su correspondiente concepto II

«MERCENARIO». El término y su correspondiente concepto III

«MERCENARIO». Conceptos jurídicos y sociales, y hasta en la cultura popular I

«MERCENARIO». Conceptos jurídicos y sociales, y hasta en la cultura popular II

EL MERCENARIO MEDIEVAL I

EL MERCENARIO MEDIEVAL II

EL MERCENARIO MEDIEVAL III

CONCLUSIÓN

 

Pues venga, que para mañana es tarde.


INTRODUCCIÓN

 

Calificar al Cid como mercenario supone un presentismo, esto es, juzgar en el presente —con reglas y mentalidad actuales— a un personaje pretérito, remoto, habitante de un escenario histórico radicalmente distinto, seguidor de unas normas jurídicas y morales que perdieron su vigencia hace siglos, poseedor de una mentalidad que nadie es capaz de replicar y, por lo tanto, de comprender en su totalidad.

 Incluso considerando en bloque la Edad Media, la particular caracterización del servicio militar medieval nos obliga tratar esta época como especial, aunque en realidad especiales serían todas las épocas. Especial en el sentido de distinto; de contexto, de usos, de valores y de realidad social y normativa diferentes. El mercenariado propiamente dicho —es decir, con la acepción mayoritaria que posee ahora mismo— no recibe una clasificación formal hasta hace relativamente poco tiempo, de modo que todos los «mercenarios» anteriores al asentamiento del término son calificados extemporaneamente, y reciben su denominación por una arriesgada «proximidad» del concepto actual con los conceptos pretéritos. Esto implica, repito, «juzgar los acontecimientos y hechos del pasado, incluso del remoto, con los juicios y valores del tiempo actual, distorsionando de ese modo, gravemente, la interpretación histórica de tales hechos» (Enrique Castaños, Una reflexión sobre la concepción «presentista» de la historia).

 El caso concreto del Cid reviste una complejidad extra porque es difícil asomarse a él desde la objetividad. Al igual que otros personajes y hechos de la historia de España, el Cid ha adquirido una dimensión mítica y, lo que es peor, ha recibido una atención ideológica que lo ha abocado a la instrumentalización y a la construcción paralela —o más bien divergente— de varios «cides» por parte de ideólogos de facciones contrapuestas. Ya en el siglo XIX sufrió la visión de Reinhart Dozy —como veremos más tarde, el origen de algunas de las burlas más furibundas contra el Cid está fuera de España, aunque no tardamos mucho en arreglarlo y ahora somos nosotros mismos quienes vertimos más basura sobre él—. Dozy seguía la crónica de Ibn Bassam, coetáneo y detractor de Rodrigo Díaz de Vivar; su enemigo, como correspondía a un buen musulmán bajo el dominio almorávide. Aunque Dozy no fue el único ni el primero, se puede decir que capitanea una larga tradición cidofóbica que también tuvo sus detractores. Como es lógico, los momentos de polarización son los más adecuados para que se den o se aceleren estos fenómenos de acción y reacción. Un caso que guarda ciertas semejanzas con el del Cid es de la Reconquista, como podrían serlo también Pelayo, la batalla de Covadonga, la conquista de Granada, el viaje de Colón, la conquista de América o la batalla de Bailén. En su día afirmé (La Reconquista, ser o no ser) que existe un momento clave en nuestra historia reciente, un hecho concreto que sirvió para poner la Reconquista en el disparadero y que, gradualmente, dio lugar a este proceso de acción y reacción. Fue en la primavera de 1937, cuando la revista La batalla, del Partido Obrero de Unificación Marxista, atacó al Partido Comunista de España —su acérrimo enemigo dentro de la República— porque este, en un intento de arengar a los republicanos contra el avance franquista, había apelado al espíritu de la Reconquista. Los trotskistas del POUM no dudaron en despreciar ese concepto, el de Reconquista —entre otros—, y de desprenderse de él con manifiesta repugnancia y envuelto en un lacito para regalárselo a Franco, que lo recibió de mil amores y lo puso a funcionar como suyo. Los ecos de aquella torpe maniobra —acción y reacción— se escuchan todavía e influyen decisivamente en la toma de posiciones respecto de la Reconquista —y sí: también respecto del Cid y su presunta condición de mercenario—, lanzando en brazos del presentismo, para bien y para mal, incluso a quienes deberían estar vacunados contra él. El asunto afecta especialmente a algunos historiadores que enarbolan la defensa de cada posición contrapuesta en virtud de su autoridad académica, pero se diría que a veces deslizan posturas que parecen más preordenadas a refrendar sus creencias, sus ideologías, sus adhesiones o sus ascos políticos. En la actualidad pueden encontrarse académicos de la Historia que defienden la Reconquista —uno de los conceptos más sacudidos por la ideología—, y otros que la atacan. Ese simple detalle nos muestra algo llamativo: un historiador, por el hecho de serlo, no goza de infalibilidad —pues no se concibe que la Reconquista sea una especie de Gato de Schrödinger: que haya existido y no haya existido al mismo tiempo—. Efectivamente, los historiadores son humanos, están expuestos al sesgo ideológico y no son inmunes a la demagogia —a tragar con ella e incluso a practicarla—; tampoco están vacunados contra el postureo o la corrección política. Algunos historiadores son conscientes de estas limitaciones suyas, que comparten con los demás mortales, pero he visto a otros que, pagados de sí mismos o muy comprometidos con la causa, se salen de sus límites académicos y, para refrendar sus tesis históricas o sin necesidad de ello, pontifican sobre Derecho, Política, Filosofía, Ética, Literatura o Ficción audiovisual, con la convicción de que construyen argumentos incontestables y, sobre todo, ad verecundiam. Mi impresión es que este subirse a la burra de algunos historiadores, esta asunción del papel de sumos sacerdotes custodios del relato verdadero, viene precisamente de que los ideólogos patrios —o sea, los políticos y sus adláteres— hayan usado y abusado de la historia como gasolina para sus carros de combate.

 Que no se me entienda mal: no se me ocurriría discutirle a un historiador los hechos que se consideren «probados» según el método de su disciplina, pero la cosa cambia cuando ese historiador deja caer juicios de valor o etiquetas sobre esos hechos. Aunque yo no soy historiador, sí que tengo cierta experiencia en tratar de averiguar la verdad sobre hechos pasados, precisamente con miras a que se juzguen; y por eso sé lo difícil que es tal cosa, incluso cuando se trata de algo que ha ocurrido hace solo unas horas o unos días y en un contexto harto conocido y aprehendido. La conclusión más significativa que puedo aportar es que jamás se llega a saber toda la verdad sobre un hecho y sus circunstancias, incluso aunque se cuente con testigos fiables y se hallen indicios razonables. Cuánto más complicada será la labor cuando ese hecho ocurrió hace siglos y sus protagonistas vivían en un contexto incomprensible para nosotros, con mentalidades que no podemos llegar a imaginar. En realidad creo que asuntos como este que nos ocupa, en el que se realiza un juicio de valor o un análisis moral sobre un personaje que vivió hace casi un milenio, merecen un análisis multidisciplinar. E incluso en la época que nos ha tocado transitar—tan historiocéntrica, permítaseme la expresión—, un historiador por sí solo no puede emitir un juicio definitivo sobre si el Cid era «mercenario», ni puede hacerlo un filólogo, ni un jurista, ni un militar, ni un filósofo. Probablemente sí ayudaría examinar el presunto mercenariado del Cid desde la suma de todas esas disciplinas, pues a todas atañe. Y con gran probabilidad, tras hacer tal cosa, tampoco se llegaría a una conclusión definitiva. Así de complejo es el tema.

 En todo caso volveré a afirmar desde mi audaz ignorancia que no considero que el Cid fuera un mercenario, y lo haré con el descaro habitual, sin vergüenza ni educación, soltando un montón de salvajadas, seguro; analizando con mis torpes maneras la naturaleza y evolución del término y del concepto de mercenario, los tintes jurídicos del mercenariado, su significación social, artística y popular, y los datos obrantes acerca de la relación de servicio militar del Cid, tanto el histórico como el legendario, y sobre otros personajes comparables, a fin de arrojar luz sobre ese tema concreto. Como en el caso de la Reconquista, no espero convencer a nadie, pues aparte de lo pobre de las razones que pienso exponer, no son tiempos estos en los que se pueda convencer, y tampoco tengo yo especial necesidad de hacerlo. Pero sobre todo, y a diferencia de más de un historiador, yo no poseo la verdad absoluta. En fin, dispongo de tanto tiempo libre...

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