EL CID NO ERA UN MERCENARIO. EL MERCENARIO MEDIEVAL III

 

Abundando en las funciones del bellator medieval y sus circunstancias específicas en contraposición con el mercenariado de la época: «The key to understanding the mercenary in the period after AD 1000, and perhaps even before, is to grasp how important war was to the European upper class. It was a means of enforcing and extending their power and defending it from their rivals. The moral justification of their economic, social and political dominance was their role as the defenders of church and society. Although aristocrats claimed a monopoly of war, they could not fulfil this function on their own, and they recruited privileged followers, the chevaliers or knights, who were their bully-boys and enforcers. Some of these held land of their patrons, while others were paid men who might aspire to such status. Both groups conceived of themselves as the honourable followers of the great. They lived with them in and around castles, fought with much the same equipment and enjoyed a common lifestyle. There seem always to have been plenty of aspirants to this way of life who could be recruited at need, as the Treaty of Dover and its successor agreements suggest. Thus, when a great man went to war he was supported by his core followers, many of them related, augmented by rather similar people hired for the occasion. But such honourable men could not be called mercenaries» (John France en la introducción de la ya citada Mercenaries and paid men…).

«Código» y «Extranjería», tomados en sentido amplio y siempre adaptados al momento del Cid, cobran especial importancia. El Cid —el histórico y el ficticio— es un caballero que sufre la ira regia de Alfonso VI, que resulta desnaturado (según un código fijo, aunque en dos ocasiones distintas, con diferentes consecuencias y por diversas causas). No parece que el concepto de «código» represente mucho problema, pero «it is the concept of fighting for profit, together with the gradual emergence of a concept of “foreigness”, which distinguish the true mercenary… from the ordinary paid soldier (Michael Mallett, Mercenaries and their masters)». Cosa distinta pasa con el concepto de «Extranjería», foreigness. A falta de nacionalidades —la nación moderna no llegará hasta el siglo XVIII— y, por lo tanto, de una extranjería según su consideración actual, hay que buscar un concepto de «extranjería» medieval, algo equivalente, que resulte lógico en el siglo XI o, como muy tarde, en el momento de composición del Cantar de Mio Cid, esto es, principios del siglo XIII (1207) como fecha límite. Francisco Bautista («Como a señor natural»: interpretaciones políticas del Cantar de Mio Cid») reconoce la dificultad de definir el concepto de forma coetánea al personaje histórico o al legendario, pero «apunta a la sustitución de un orden previo, dominado exclusivamente por la idea de vasallaje, por un nuevo orden en donde tal idea se nivela con la de naturaleza y propicia una mayor justicia social (…) El poema subraya la deuda natural, que implica o promueve sobre todo un reconocimiento por parte del súbdito: “como a señor natural” (v. 895)». Bautista indica varias fuentes que confirmarían la tendencia política del momento: «La naturaleza indica a fines del siglo XII un intento también de frenar la facilidad con la que los nobles más poderosos atan y desatan sus lazos vasalláticos, y ligarlos de una forma más estable a la idea de un territorio». Esto parece positivarse avanzado el siglo XIII en la Partida IV.xxiv.2: «La primera e la meior [naturaleza] es la que han los onbres a su señor natural, porque tan bien ellos como aquellos de cuyo linaie desçenden nasçieron e fueron raigados e son en la tierra onde es él señor». Es verdad que esta positivación «activa» no encuentra una contrapartida explícita que pudiéramos equiparar a la extranjería, pero ¿podríamos considerar esta por omisión? Es decir, se busca que la «naturaleza» establezca «una relación entre el señor y aquellos que viven en su tierra», y se convierte en un «elemento aglutinante en torno al primero [el señor] sobre una base territorial más o menos establecida». Como he dicho más arriba, si hemos de tomar «extranjería» en sentido amplio, podíamos considerar que todo hombre excluido del concepto de «naturaleza» con respecto del señor/propietario de la tierra es, como consecuencia, un extranjero. A cada señor le corresponden sus naturales, que son extranjeros en las tierras de los demás señores. También es cierto que la propia partida habla de «primera y mejor naturaleza», lo que sugiere otras de peor calidad. 

Me parece muy significativa la mención al cambio de paradigma jurídico. Lo que las Partidas hacen es un intento por positivar una nueva realidad que sustituiría a la anterior, esa que afectaría plenamente a Rodrigo Díaz de Vivar y a cualquier caballero atado por un contrato vasallático a cualquier señor. Si no se aceptara esta posibilidad podríamos llegar a considerar un especial vínculo extracontractual ya existente entre Alfonso VI y el Cid como señor natural y vasallo respectivamente. El problema vendría cuando el Cid se desnatura. «Desnaturar» o «desnaturalizar» es expresión muy descriptiva en este contexto, nadie podría negarlo. Y si una vez desnaturado el vasallo, carece de señor natural, el concepto deja de resultar operativo. Un caballero que se desnatura de su señor, sea por iniciativa suya o del propio señor, podría buscarse otro señor y establecer un nuevo lazo vasallático con él. La maniobra de ruptura está dentro del código, y la vinculación subsiguiente del caballero con su nuevo señor también lo está. Cuando el Cid pierde a su señor, actúa como se espera de él, pues ha de mantener su modo de vida y su propia idiosincrasia de bellator medieval. Así pues, corre a buscar a un nuevo señor y adquiere las obligaciones de rigor a cambio de las contraprestaciones habituales. Que este nuevo señor sea cristiano o musulmán es lo de menos, sobre todo desde el punto de vista del vasallo. Y si este nuevo pacto también se disuelve y aparece un tercer pacto, seguimos dentro del código y de la normalidad medieval. Habiendo quedado clara la diferencia entre un vasallo y un mercenario (o término equivalente), parece claro en qué categoría debemos situar al Cid —y aquí convendría repetir la célebre frase que identificaba el lugar del Cid en la jerarquía social, incluso en sus peores momentos de relación con el rey Alfonso VI: qué buen vasallo si tuviera buen señor—. 

«Veamos así el esquema ideal de una relación feudovasallática: un hombre da, entrega, en definitiva inviste a otro, su vasallo, con un feudo, a cambio de una prestación de servicios, y ello queda reflejado en una ceremonia (investidura) en la que el vasallo jura fidelidad al señor y la relación entre los hombres se expresa mediante el homenaje del vasallo al señor, reconociéndolo como tal en un acto ritual (p. ej. juntar las manos). Ciertamente, se dan diferencias, especialmente en cuanto a la existencia del juramento y del homenaje. Y también deben ponerse de relieve las diferencias en la entidad del feudo: unos bienes, un castillo, unas rentas, una participación en rentas, el dominio y control sobre unos hombres, etc.» (Carlos Estepa Díez en Notas sobre el feudalismo castellano en el marco historiográfico general). 

Como vemos, las formas y la denominación pueden variar, pero la esencia del contrato en el caso aplicable al Cid se basa en la contraprestación económica a cambio de la prestación militar. Los tiempos del Cid, especialmente los inmediatamente anteriores, están plagados de rupturas de fidelidad de los vasallos leoneses hacia sus reyes, auténticas rebeliones que casi podrían llegar a guerras civiles y en las que a menudo participaban fuerzas musulmanas. En Rebelles, infideles, traditores. Insumisión política y poder aristocráitco en el Reino de León, Mariel Pérez nos explica que «todo este conjunto de prácticas que expresan la insumisión nobiliaria se convierten en actos de infidelitas, actos que generan la ruptura de una relación personal y privada entre el rey y uno de sus vasallos. Se trata de una relación dominada por la fides, polisémica noción que abarcaba las ideas de reciprocidad, de parentesco, de orden cristiano, de confianza mutua entre compañeros de armas, de compromiso ritual». Lo que se pone de relieve una vez más es precisamente la condición personal y privada de esa relación personal entre señor y vasallo. 

Existe un recodo al que sin duda se asomarán quienes insistan en desmerecer al Cid: no existe relación feudo-vasallática posible entre un rey musulmán y un señor cristiano. La consecuencia inmediata es que si un cristiano lucha para un rey musulmán a cambio de contraprestación, es un mercenario. O viceversa, supongo. Esto habría que cogerlo con pinzas, la verdad, y someter todo reconocimiento de sumisión a la soberanía de un señor. De otro modo no sé dónde quedarían diversas situaciones, alguna de ellas incluso documentada con ceremonia formal de vasallaje, como la relación de Borrell II con el califa al-Hakam II, o la de Zafadola con Alfonso VII, de este con el rey Lobo o del rey Lobo con Pedro de Azagra o el conde de Urgel, de Abú Zayd con Fernando III, o los musulmanes del reino de Murcia hacia Jaime II, o de los reyes nazaríes respecto de los de Castilla. Sabemos que el Cid, tras su desnaturalización de Alfonso VI, busca nuevo señor en el condado de Barcelona, en ese momento regido por los hermanos  Ramón Berenguer II y Berenguer Ramón II. De haberlo aceptado estos —con ceremonia de infeudación o sin ella—, nos hallaríamos ante el pacto normal entre un bellator y su nuevo señor (nuevos señores en este caso), no con un contrato de mercenariado. Sin embargo, al rechazarlo, Rodrigo se va a Zaragoza y, allí sí, consigue vincularse con el rey Al-Mutamín. ¿Y resulta que esto sí lo convierte en mercenario? ¿No parece más lógico pensar que vincularse militarmente con un señor a cambio de una contraprestación es la conducta normal de un hombre de armas medieval, su modo de vida? Si esto es mercenariado, todos los nobles medievales, todos sus mesnaderos, incluso muchos condes y reyes de aquella época, eran mercenarios. 

Las instituciones feudo-vasalláticas, en realidad, son cambiantes a lo largo de la Edad Media aunque giren en torno al mismo concepto. «Feudo» es un término romance de no muy clara evolución etimológica pero que nos remite al foedum latino, y que estaría relacionado lingüísticamente con federalismos y confederaciones. Nos remite, en suma, al pacto. Hay momentos en que los reyes y condes cristianos prestan servicios militares a los reyes de las taifas musulmanas en virtud de pactos previos de protección, incluso enfrentándose con otros reyes cristianos. Esto forma del sistema de parias: los cristianos recibían un pago a cambio de esa protección militar. ¿Hace falta que siga? Hablamos de una época en la que un musulmán avecindado en una villa foral cristiana cuenta con la protección del fuero propio por encima de los cristianos que no residan en la villa. Eso por no hablar de que en el ejército almohade, por ejemplo, habremos de considerar mercenarios a todos los combatientes andalusíes, puesto que todos recibían una paga por combatir, incluso con ocasión de una Yihad. ¿No será más fácil, más acorde con Ockham y su baldeo, considerar que las relaciones legales del medievo, sean entre cristianos o entre musulmanes, o entre cristianos y musulmanes, poseen su propia idiosincrasia jurídica?

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